Dejará el fino cuello marcado
su recia caricia.
Hay amores que matan.
Hecha de grueso esparto,
son hilos como agujas
que parecen cadenas de acero.
Despeina su melena rubia
la tensa cuerda.
Podría romperse a fuerza
de exceso abuso
si los vientos fueran
favorables
o una benévola lluvia
ablandara su soberbia,
pero siguen colgando los
cuerpos
que caen en el abrazo de su
patíbulo,
pesos que no oponen
resistencia
ante semejante máquina de
sadismo.
En la plaza pública frágiles
víctimas,
indefensas,
no llegan héroes a salvarles.
Sofocada, la plebe se lamenta
con una indignación impúber.
El verdugo, ejecutada la
sentencia,
muestra orgulloso su cara.
La soga de la horca
pende lánguida en la plaza,
vacía ya de curiosos.
Aún está caliente,
no llegará a enfriarse.
Retiraron un cuerpo,
uno más entre tantos.
Clamó la plebe indignada
con un silencio respetuoso.
Qué puede esta repulsa
ante jueces tan deleznables.
Son sus manos la balanza
de su justicia.
Como perros rabiosos
morderán mientras miren
ojos que callen.
Sólo el fiel de una firme ley
y un mundo más noble
pondrán la justa medida.
Cuántas víctimas antes,
cuánto bajar del trono
al falso hombre,
cuántas voces necesitan
los necios para curarse
de su soberbia y desprecio.
Quiénes mueven los hilos
para que estas marionetas
macabras
sigan danzando en este
espectáculo sangriento.
No tienen interés ni valor
para que esto cambie,
juegan con barajas trucadas
muestran una cara y
oculta la otra bajo la mesa.
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