p e r f i l e s d e c i u d a d

sábado, 24 de febrero de 2018

La mosca



Lleva tres días esta mosca en mi casa, pasea por la pista transparente del cristal de la ventana, revolotea segura como si este territorio fuera de sus dominios. Me pone nervioso tan descarada libertad. Entró el jueves cuando, después de varios días de lluvias, dejé que el sol de la mañana inundara la estancia. Se apoderó de todos los espacios sin haber sido invitada, moviéndose por ellos con la actitud prepotente de ser la dueña, sin importarle si me incomodaba, merodeando por los rincones, posándose sobre mis pertenencias, incordiándome a todas horas, mientras cocino, me ducho o duermo. La amenazo con el matamoscas, ¿te vas o te mato? Pero nada, ni caso. Es tan rápida que sólo hacer el ademán de coger el mango del arma homicida, se escapa burlándose de mi soberbia.
Alteró mi descanso, siestas y noches, danzando con su molesto zumbido. Tapaba mi cabeza con las mantas, asfixiándome en esa burbuja cerrada, pero ella, persistente, insistía con voraz empeño. Yo agitaba el brazo de un lado a otro, hasta que un día descubrí que, si mantenía el movimiento un determinado tiempo, conseguía que cambiara de rumbo. Al menos, durante un rato, lo suficiente para darme un respiro breve. Incluso llegué a pasar frío, dejaba las ventanas y hasta la puerta abiertas a ver si así se marchaba. Anda, lárgate de aquí, ¿quién te invitó a esta fiesta? ¿No tienes familia, ni amistades, ni nadie que te reclame? Aunque corría el riesgo de que, echándola en falta, vinieran al rescate los suyos, invadiéndome toda la nube de mosquerío o papá moscardón.
Así que, rendido, cerré todas las salidas ideando un nuevo plan y, en lugar de darle la posibilidad de escape, tramé una nueva estrategia quizá más perversa: matarla de hambre. Tomé todo tipo de precauciones, acoté todas sus posibles subsistencias, protegí todos los alimentos, limpiaba bien los restos de comida, bajaba la tapadera del wáter. Vamos, que nunca tuve la casa más aseada y los hábitos más correctos que en aquellos días.
Recordé e investigué por internet el promedio de vida de estos bichos impresentables, duran apenas un par de semanas. Así que, de manera estoica, me resigné a tan desagradable presencia con la convicción de ser corto este martirio. Acepté a la inquilina morosa. Como un convidado de piedra, me fui acostumbrando a su pesada compañía.
Al principio se había comportado más hiperactiva, rápida y ligera ante mi acoso, probablemente tampoco ella querría esta esclavitud sobrevenida. Lejos de preferir estar conmigo, seguro deseaba las promesas de afuera. Ahora, sin embargo, anda más tranquila, parece haberse habituado a mi territorio, a sus espacios y a mi persona y, aunque no sé cuándo come ni bebe, ahí sigue cada día, volando como Pedro por su casa. Aun harto de aguantar este obligado trato, creo que estamos llegando a una convivencia más llevadera. A veces, se me acerca y la ahuyento, entonces, sin protestar, ocupa cualquier otro lugar de la habitación, se posa en la lámpara, en el respaldo de la silla, sobre mi manta cuando estoy en el sofá, tal vez buscando el calor de mi cuerpo. En otras ocasiones, se lleva horas apoyada sobre el quicio de la puerta, sobre un cuadro o en la pared, como si se echara un sueño, entretenida con los programas de la tele o simplemente observándome.
Inmóvil, impertérrita, casi me da pena, la veo un tanto aburrida, como si le faltara la compañía de alguna de las de su especie. Es tan corta su vida, tan triste, que se pierda ciertos placeres. No sé cuál será su sexo ni preferencias, pero últimamente la veo como deprimida. Puedo llegar a comprenderla, así llevo yo años, que estoy más solo que la una. Comienzo a sentirla como si fuera mi mascota. Ya sé, es algo extraño, pero, en fin, la gente además de perros y gatos, pájaros o serpientes, tienen raros caprichos, filias distintas según necesidades. Nadie ha de escandalizarse porque entre nosotros dos haya esta amigable simbiosis. No es que obtenga claros beneficios –¡ni que yo fuera un buey! –, más allá de la recompensa que supone su contacto.
En este contrato tácito debo decir que le estoy cogiendo cariño, mis monólogos son ahora diálogos, porque, a nuestra manera, nos comunicamos. Es más fiel que muchos de mis colegas, que pasan de mí como de la peste. Bueno, creo que estos días de encierro me están afectando un poco la cabeza. Escucho mis argumentos y creo que me estoy pasando un poco de rosca. Mírala, qué graciosa se planta sobre el espejo mientras me afeito y ¡hasta practica una danza para alegrarme la mañana! Creo en algunos momentos que pudiera ser el espíritu de mi abuelo y, a veces, hasta la llamo por su nombre, pero descarto esa posibilidad por respeto a él.
            Esta noche no sé qué cables se le han cruzado, pero ha vuelto a las andadas. Inquieta, sin parar de moverse entorno a mí, hasta que me puso de mal humor. En fin, que hemos dormido los dos fatal. Esto tiene ya que acabarse, no podemos continuar ni un día más así, ni alargar por más tiempo esta atípica relación. A la hora de comer estaba más pegajosa que de costumbre, la alejaba con la mano, pero seguía fastidiando. Hubiese podido matarla con un sólo dedo, porque no sé qué le pasaba, andaba como borracha, había perdido los reflejos, su nivel de alerta estaba bajo mínimos. Ingenua, tal vez confiada ante mis intenciones, pensaría que no era peligroso. Me está poniendo de los nervios, no soporto ni siquiera su presencia. Ya me cansa, me ha quitado libertad de movimientos. Me he obsesionado con ella, y esto no nos lleva a ninguna parte. Además, puede que un día se vaya por donde vino, sin importarle mi persona ni qué me ocurra. No volvería a acordarse nunca más de mí. Peor aún, ¿y si un día la encuentro muerta sobre la mesa, tirada por el suelo, por cualquier rincón como una sin hogar y termine barriéndola como simple basura, sin un digno sepelio?
Esto es una locura, tengo que terminar de una vez con esta desquiciada historia. ¡Qué malo estar en una isla desierta! Te provoca insólitos y estrafalarios pensamientos. Se pierde el contacto con la realidad, te encuentras haciendo estupideces. En lugar de hablar contigo mismo, buscas sustitutos de interlocución.
Hoy estoy enfadado con ella, no la aguanto más, le he cogido manía, asco. Deseo que se vaya de una vez, detesto y siento rabia de mi debilidad, la odio por ello. En la siesta no me dejaba en paz, con lo cansado que estaba y ella plantada ahí, tan ufana, ensimismada en su propio reflejo, seguro atenta para escapar a la menor oportunidad y abandonarme. Lo fácil que sería coger ahora el matamoscas y liquidarla con impunidad y alevosía de un palmetazo. Aquí estoy ante la duda, yo, que fui asesino en serie de sus congéneres como una distracción, contaba cuántas caían en mis garras y sucumbían a mi malévola destreza. ¿Cómo puedo plantearme estas cosas? Soy un tremendo gilipollas. Se acabó, o ella o yo, no hay sitio para ambos. Amén de ver sus intenciones de remontar el vuelo, quiere recobrar su independencia y conocer mundo, olvidándose para siempre de mi generosa hospitalidad. No, no te lo voy a permitir, te perdoné la vida y tengo el poder para quitártela. Te daré un final apoteósico, de tragedia griega, una muerte grandiosa y sublime.
Me acerco, estoy a un palmo de ella, flaqueo, tiemblo, lucho con mis dudas como inseguro Hamlet. Siento el sabor a sangre en mi boca, mi poder me excita y rememora el triunfo en antiguas batallas, pero me amedrenta la venganza. Al final ganará la sed de victoria. Lucho entre el bien y el mal, la vida o la muerte, yo o ella. Estoy arrastrado por un torrente de ira que me conduce inevitable al desastre. Sea cual sea el resultado habré fracasado.
Después de esta unión casi mística y angelical en la que nuestras almas se encontraron más allá de piel y carne, mi voluntad se ancla y mis ojos se orientan al objetivo. Hubo un tiempo que fuimos uno en este universo pequeño. Hoy seré amo de su destino. Me acerco, tengo el arma cargada, rozando estoy su diminuto cuerpo de ébano. Casi percibo su aliento, huelo su miedo, ¡Qué insignificante enemigo! Deja en ridículo el verdugo que soy. No merece tanta demostración de fuerza tan débil contrincante, un simple punto dibujado en ese infinito sobre la fría superficie. Pobre e indefenso, no escapará a tan injusto desenlace.
Ante mi inminente ataque, no se enfrenta, no se defiende. Sumisa, espera mi sentencia despreciable. Parece rendida, indolente a mi acto deleznable, comportamiento indigno de este guerrero. Se entrega sin lucha al martirio, expuesta en la pira a punto de quemarse. Majestuosa, se presenta al patíbulo, no pone ninguna resistencia, la apunta el arma amenazadora. Tal vez sufra el dolor del triste desengaño, traicionada, la mano que fue indulgente con su vida, hoy se la hurta. Pues si morir quieres, la muerte tendrás sin juicio. Negada a evitar mi pecado, con su heroísmo me castiga.
Toma, aquí tienes mi respuesta cobarde. Y con un certero golpe, a sangre fría, cortaba aquel anómalo vínculo entre nosotros dos. ¡Zas! Muere y púdrete en los infiernos, sólo te salvará la gloria de la inmortalidad. Quedaste como el toro sacrificado en la plaza, negro y rojo, yaciendo sobre este albero transparente. Los cabestros de mi servilleta te recogen, arrastran a la víctima noble hacia el matadero.
Yo pétreo, horrorizado, con las manos manchadas por tan infame crimen, no tendré perdón y pagaré este abyecto y vil acto con la vergüenza y el remordimiento eterno.
Más qué podía hacer sino matarla. De haber sido yo el muerto, estaría ella ahora devorado mis ojos velados, opacos, espantados, sin vida, lamiendo la angustiosa agonía de mi boca y haría el nido de sus larvas en mi cuerpo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario