Un tazón de colacao y un trozo
de bizcocho
y todo un día para el amor y
su descanso.
En la calle la primavera
llenaba las terrazas
y el amable frescor de la
tarde
traía olores de la cocina del
bar de abajo.
Los naranjos entregados a la
efervescencia
de la polinización esparcían
fragancias
que inundaban la sangre de
vida,
ansias por tomar el mundo
entero
de una sola bocanada.
Poco a poco la tarde caía en
los brazos de la noche,
y la gente salía con el gozo propio
de los supervivientes
alcanzando la orilla.
Las terrazas se llenaban de caos
de voces.
Arriba, desde el balcón con la
persiana echada
para refrescar la habitación
de las horas más tórridas,
yacíamos nosotros en la
penumbra iluminada,
las farolas encendidas, la
sinfonía de ruidos, los aromas
entrando en avalancha por las
finas rendijas,
el bullicio callejero
la vida,
la pletórica vida,
y el olor a sexo
de nuestros cuerpos.
Todo lo necesario teníamos en
aquel refugio
sobre un colchón viejo de un
piso de estudiante.
Estábamos aislados del mundo
en nuestra pequeña burbuja,
pero el mundo, obstinado,
inundaba con su energía
el espacio protegido de
nuestros placeres.
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