Ayer murió mi cafetera.
Kaputt, y eso que era
alemana.
Bullía de sus entrañas el
aroma cálido de café,
soltando sus efluvios por la
cocina.
Rodeaba su negra alma mi ser
por completo
con un halo de vivificador
gozo.
Caía con su burbujeo juvenil
como un animalillo inocente
o el ronroneo relajado de un
gato
gota a gota. Yo esperaba,
viendo verter su sangre a la
cuba de cristal
que iba guardando su elixir.
Salivaba mi boca y esperaba mi
espíritu
revivir de las tinieblas del
ensueño
para tomar el día con la
energía
del combatiente en víspera de
la batalla
cotidiana.
El mundo es pobre sin la fe en
su recompensa divina,
todo se hace menos cuesta
arriba con su esencia.
Su oscura noche teñida de
frágil luna
inspira mi confianza para
afrontar
el poderoso sol que me
despierta
con gritos de guerra
y sus rayos implacables,
finas lanzas como agujas de
reloj,
clavándose en mi corazón con
su ritmo macabro,
las horas para las obligadas
actividades.
Vertía feromonas de placer por
mi cuerpo,
saboreaba ya su néctar amargo
veneno que me da vida, cuando…
paró de repente su canto alegre,
interrumpido su pulso y mi
aliento,
dejando en su alambique el
agua
aún no convertida en alquimia.
Peor aún que cualquier coitus
interruptus
–pues no habría alivio que ya
yo pudiera
compensar de mi mano–.
Incrédulo, no podía comprender
qué le había ocurrido,
qué mal pude infringirle sin
querer.
Miré cada uno de sus conductos.
Apagué, volví a encender y su
corazón
ya no latía.
Utilicé un antídoto
contra su gran enemigo, la
cal,
pero por más vinagre que
echaba
aquello no revivía, su pequeño
motor se había apagado.
Cambié de enchufe, escudriñé todos
sus recodos,
busqué en sus venas algún
trombo
que hubiera provocado la fatal
embolia.
No encontraba nada, hasta
llegué a buscar
si algún insecto hubiese
entrado como fatal virus
en sus vías respiratorias
–esta época del año es muy dada
a gripes
y resfriados–
Pero nada, nada de nada me
daba una causa
de esta muerte súbita.
Y mi razón no admitía ese
descaro
ni la soberbia que tiene la
muerte ante la vida.
Me negaba con todas mis
fuerzas
a tan inevitable poderío.
En mi desesperación por lo
imprevisible,
velaba su cuerpo yaciente casi
derramando
mis lágrimas blancas sobre las
suyas negras.
Reclamaba la ayuda de un
médico,
en la sala de mi urgencia
que pudiera dar con su mal,
pero las evidencias eran
claras y no daban esperanzas,
y, aunque rechazaba la
realidad aferrado
a un milagro,
el aullido agudo de la verdad
quedaba reflejado en el hielo
de la pantalla,
el cruel diagnóstico de su
electrocardiograma plano
marcando su eterno silencio.
Suplicaba, desesperado, que
hiciera todo lo posible
por salvarle la vida, pero su
hermosa melodía
no regresaba y yo me quedaba
hundido
y destrozado.
Me costaba aceptar que las
cosas se rompen
así sin más, sin previo aviso.
¿Cómo puede algo que bulle con
el calor del pálpito vital
en un instante seguido estar
totalmente frío?
Aceptar que algo vivo muere
sin mayor requisito
que la frontera fina casi
invisible
entre el ser y ya no existir.
Sumido en mi dolor musitaba
entre mis labios
una plegaria, una oración
inaudita,
no quería reconocer que todo
se había terminado,
que desaparecía en mis días su
noche.
Hoy será su entierro,
acabará como cadáver en el
cementerio común,
al vertedero del punto limpio,
allí entre otros desconocidos
que corrieron
su misma suerte,
desgraciados, vertidos al
abandono
de su podredumbre o donación
de órganos.
Nacieron con la prepotencia de
la eternidad,
inundaron nuestras existencias
como dioses,
creyendo nosotros en su
imperio de poder,
hicimos una religión de su
benevolencia,
esperando de ellos nuestro
paraíso.
Pero todo ha fracasado, los
dioses ya no existen
aunque sigue el ingenio del
mal pululando,
dirigiendo con el índice de su
ángel traidor,
derramando su sufrimiento por
el mundo,
creando un apocalipsis de
destrucción
con el ingenio de un simple clic.
La obsolescencia se ha
programado,
no está a nuestro alcance la
libertad de elección:
vivir, morir caminan de la
mano sobre base resbaladiza,
hasta que la más fuerte tira a
la otra por el precipicio.
Nuestro destino está sujeto al
arcano de su pronóstico
y la incertidumbre es nuestro
devenir.
A la mierda toda la fe humana
puesta
en la pérfida diosa de la
tecnología
que arrastra a su lodo la
divina ciencia salvadora.
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