p e r f i l e s d e c i u d a d

jueves, 14 de diciembre de 2017

Mi cafetera



Ayer murió mi cafetera.
Kaputt, y eso que era alemana.
Bullía de sus entrañas el aroma cálido de café,
soltando sus efluvios por la cocina.
Rodeaba su negra alma mi ser por completo
con un halo de vivificador gozo.
Caía con su burbujeo juvenil
como un animalillo inocente
o el ronroneo relajado de un gato
gota a gota. Yo esperaba,
viendo verter su sangre a la cuba de cristal
que iba guardando su elixir.
Salivaba mi boca y esperaba mi espíritu
revivir de las tinieblas del ensueño
para tomar el día con la energía
del combatiente en víspera de la batalla
cotidiana.
El mundo es pobre sin la fe en su recompensa divina,
todo se hace menos cuesta arriba con su esencia.
Su oscura noche teñida de frágil luna
inspira mi confianza para afrontar
el poderoso sol que me despierta
con gritos de guerra
y sus rayos implacables,
finas lanzas como agujas de reloj,
clavándose en mi corazón con su ritmo macabro,
las horas para las obligadas actividades.

Vertía feromonas de placer por mi cuerpo,
saboreaba ya su néctar amargo
veneno que me da vida, cuando…
paró de repente su canto alegre,
interrumpido su pulso y mi aliento,
dejando en su alambique el agua
aún no convertida en alquimia.
Peor aún que cualquier coitus interruptus
–pues no habría alivio que ya yo pudiera
compensar de mi mano–.
Incrédulo, no podía comprender
qué le había ocurrido,
qué mal pude infringirle sin querer.

Miré cada uno de sus conductos.
Apagué, volví a encender y su corazón
ya no latía.
Utilicé un antídoto
contra su gran enemigo, la cal,
pero por más vinagre que echaba
aquello no revivía, su pequeño motor se había apagado.
Cambié de enchufe, escudriñé todos sus recodos,
busqué en sus venas algún trombo
que hubiera provocado la fatal embolia.
No encontraba nada, hasta llegué a buscar
si algún insecto hubiese entrado como fatal virus
en sus vías respiratorias
–esta época del año es muy dada a gripes
y resfriados–
Pero nada, nada de nada me daba una causa
de esta muerte súbita.

Y mi razón no admitía ese descaro
ni la soberbia que tiene la muerte ante la vida.
Me negaba con todas mis fuerzas
a tan inevitable poderío.
En mi desesperación por lo imprevisible,
velaba su cuerpo yaciente casi derramando
mis lágrimas blancas sobre las suyas negras.
Reclamaba la ayuda de un médico,
en la sala de mi urgencia
que pudiera dar con su mal,
pero las evidencias eran claras y no daban esperanzas,
y, aunque rechazaba la realidad aferrado
a un milagro,
el aullido agudo de la verdad
quedaba reflejado en el hielo de la pantalla,
el cruel diagnóstico de su electrocardiograma plano
marcando su eterno silencio.
Suplicaba, desesperado, que hiciera todo lo posible
por salvarle la vida, pero su hermosa melodía
no regresaba y yo me quedaba hundido
y destrozado.
Me costaba aceptar que las cosas se rompen
así sin más, sin previo aviso.
¿Cómo puede algo que bulle con el calor del pálpito vital
en un instante seguido estar totalmente frío?
Aceptar que algo vivo muere sin mayor requisito
que la frontera fina casi invisible
entre el ser y ya no existir.
Sumido en mi dolor musitaba entre mis labios
una plegaria, una oración inaudita,
no quería reconocer que todo
se había terminado,
que desaparecía en mis días su noche.

Hoy será su entierro,
acabará como cadáver en el cementerio común,
al vertedero del punto limpio,
allí entre otros desconocidos que corrieron
su misma suerte,
desgraciados, vertidos al abandono
de su podredumbre o donación de órganos.

Nacieron con la prepotencia de la eternidad,
inundaron nuestras existencias como dioses,
creyendo nosotros en su imperio de poder,
hicimos una religión de su benevolencia,
esperando de ellos nuestro paraíso.
Pero todo ha fracasado, los dioses ya no existen
aunque sigue el ingenio del mal pululando,
dirigiendo con el índice de su ángel traidor,
derramando su sufrimiento por el mundo,
creando un apocalipsis de destrucción
con el ingenio de un simple clic.
La obsolescencia se ha programado,
no está a nuestro alcance la libertad de elección:
vivir, morir caminan de la mano sobre base resbaladiza,
hasta que la más fuerte tira a la otra por el precipicio.
Nuestro destino está sujeto al arcano de su pronóstico
y la incertidumbre es nuestro devenir.
A la mierda toda la fe humana puesta
en la pérfida diosa de la tecnología
que arrastra a su lodo la divina ciencia salvadora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario