Voy bajando el río,
inexorable me conduce la
pendiente.
Apenas broté de su fuente como
un pequeño hilo,
mi brío buscó entre las rocas
su camino tortuoso,
marcado por infinitos
obstáculos.
Salteé como pude sus tenaces
impedimentos,
cuando, cansado por el
esfuerzo,
perdido en el laberinto de sus
meandros,
acumulé el suficiente aliento
para retomar el camino
previsto.
De nuevo salía de aquella poza
profunda,
alcanzando la superficie
con el ímpetu de un torrente.
Aunque mi inicio fue hostil y
duró demasiado,
llegué al manso curso,
disfrutaba entonces de la
tranquilidad
de un terreno cómodo,
recreándome con el silbido del
viento
entre las ramas de la profusa
arboleda
que sombreaba mi ribera.
Acogí en mi seno peces y dejé
beber a las aves
que vinieron a mis aguas
frescas y luminosas.
Quise retenerme en el hermoso
paraje
de aquel remanso,
en la felicidad plena de
aquella laguna,
pero uno tiene que seguir su
curso imparable
y empiezo a notar el cansancio
del trayecto.
Pierdo caudal y arrastro mucho
lodo,
pero aún continúo sin rendirme
por el cauce que tiempos
inmemoriales
trazaron sus aguas
siguiendo un plan establecido
que desconozco.
Aunque dejé el sedimento que
fui acumulando
y descansa ahora en mi orilla
su memoria
para otros que navegarán por
el mismo lecho,
y aunque el mar donde
desemboque
aún no lo divise,
sé que se acerca, ya roza mi
rostro su brisa marina.
Va invadiendo mi sangre
de nostalgia de la dulce
esencia
vertida desde su origen
y de un miedo ancestral a lo
ignoto.
Me traen mensajes las
gaviotas,
cubiertas del salitre de la
incertidumbre.
No se puede ir más despacio ni
más rápido
de lo que una voluntad ajena a
mí me confiere.
Llegará, lo sé, todos los ríos
lo sabemos,
que un océano enigmático nos
espera
con los brazos abiertos
y abandonaremos un delta quizá
fértil,
para disolvernos, al final, en
su abismo.
Volver de nuevo a ser nube,
agua, pequeño arroyo
en un perpetuo círculo de
eternidad.
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