¿Podrán en este árbol viejo
brotar de nuevo frutos?
¿Recorrerá la clorofila que
mudó
con el tiempo en resina ámbar
dar un último hálito de vida?
¿Volverán a sentir sus venas
el latido urgente de la sangre,
aquella pasión inoculada
por rayos generosos de un sol encendido?
Sentir la vida, la intensa
vida
de los días retoños, cuando en
su púber tronco
el breve tiempo apenas marcó
algunos círculos
y lo envolvía una felicidad
juguetona y atrevida
de hiedras encaramadas.
Cuando las gotas del rocío
acariciaban su piel
con la fuerza del fuego,
reconocía desde su alta copa
un paisaje amable,
menos frío y oscuro,
de atardeceres gloriosos.
No esta penumbra instalada en
su cielo
que ahora se cubre de nubes
tormentosas,
de aullidos de hostiles
vientos,
y un eco cada vez más cercano
contamina sus entrañas de una
extraña dolencia
de miedos y amenazas continuas,
suspendidas en el aire.
En aquellos añorados ayeres
bebía de la tierra
el ansia por lo que el mundo
prometía,
los colores eran vivos. Hoy no
sabe si aún lo son
o es su mirada teñida de bilis
negra
que ha hecho costra en aquel
tierno tallo.
¡Ay, qué triste páramo se
acerca!
¡Qué vacío entre sus ramas!
Apenas unas hojas secas se
aferran trémulas
a sus pedúnculos frágiles,
a punto de descender a la nada
de su estepa,
al incierto descanso.
¡Ay, qué invierno se intuye
tras este soplo helado que
desnuda su alma
provocándole un escalofrío!
¿Brotará de la nieve una
brizna
que germine en una nueva
primavera?
¿Sonarán en su desierta copa
con la brisa tardía
aquellos añorados acordes,
que aún canten aves al abrigo
de su nido?
¿Volverán a elegir su abrigo
otras aves?
¡Ay, cruel vida, que siempre
espera!
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