Aunque fue el trabajo el gancho que el azar utilizó
para que estos dos se encontraran, pudo haber sido un bar, una fiesta o, ¿por
qué no?, un intercambio lucrativo, coste y beneficio, sexo por comodidad. De no
ser porque ella se le echó al cuello, él jamás hubiese actuado, es del tipo de
hombres que no es capaz de seducir a una mujer. Más bien se deja querer si la
situación lo requiere y es tan simple y práctico que se basta con algún polvo de
vez en cuando. Tiene tan pocas exigencias que se conforma con que su pareja, no
le complique la vida. Cómodo en costumbres y dado a placeres asequibles y
sencillos, sólo pide que no sea propensa a discutir, no grite demasiado, ni sea
celosa. Por su parte no le dará motivos y la compensará con una vida apacible y
sin sobresaltos. Basta que le deje llevar su ritmo sosegado para estar
totalmente satisfecho. Por lo demás, él pone la casa y que, a cambio, ella ayude
en las tareas y comparta gastos, sin que falte, al menos, una vez a la semana, algo
de sexo. Si de él dependiera, tendría mujer para siempre, para ello necesita
que no sea ambiciosa. No busca ama de casa, en esos quehaceres se defiende a la
perfección, cubre las expectativas para cualquier esposa, sobre todo, si tiene
pocas necesidades. Muy mañoso en el mantenimiento del hogar, y no tiene
problemas con las actividades caseras. Pero, aunque no tiene mayores
inquietudes que las marcadas por un equilibrado estatus quo, es del criterio
que, igual que uno tiene que comer y cumplir sus obligaciones, el cuerpo es lo
que tiene y reclama a gusto ese apaño, mejor que solo, acompañado.
Ella, por el contrario, tiene
el caos instalado en su vida. Desde el día en que se miró al espejo y vio a una
tía buena se creyó entonces la reina del cuento. Bañada en su vanidad tendió su
propia red. Sabía que llamaba la atención entre el género masculino, a su paso
los machos babeaban como perros –de Pavlov–. Porque, sin entrar en detalles, tenía
esos elementos llamativos que este sector considera de mayor relevancia, aunque
no fueran naturales, ni falta que hace. Lucía una melena larga y rubia con
extensiones, era muy alta y con buen culo y a falta de grandes tetas, se puso
implantes. Sin embargo, el requisito imprescindible para salir al mercado, aquello
que le dio el éxito y su abismo, fue estar disponible para todo con un par de
copas o una raya. Mujer grande y ancha de huesos, ante una mirada dudosa, podría
pasar por una despampanante travestí. Trabajado su cuerpo en gimnasio y
atletismo, tenía buena musculatura y manos grandes. Sin maquillar la delataba
su mala vida, pero sabía sacar partido con el arreglo. Aparte de las
sinuosidades de su cuerpo, mucha delicadeza de mujer no es que tuviera. Además,
las drogas habían marcado su rostro, endureciendo sus facciones. Para redondear
la imagen tenía un modo de hablar un tanto vulgar, más que de expresión, su
tono de voz, características que, para aquellos borrachos de bares y
degenerados de todo tipo, no suponían ningún problema, les era suficiente lo
que a simple vista prometía para poder realizar sus fantasías morbosas y vicios
inconfesables. Por vanidad, se dejó tomar como un producto, como si fuera una
buena pieza de ganado, quiso aspirar a lo más alto y acabó princesa de bajos
fondos. Llegó a un punto que droga y sexo confundían placer con el objeto
deseado, ya no sabía si le arrastraba a uno por necesidad del otro.
Tenía pegado a su piel y
vísceras un tipo de esos canallas putero, traficante y consumidor a ratos y, a
otros, buen padre de familia, con una mujer que llegó a aceptar el convenio tácito,
tú me tienes como a una reina y sacias por ahí tus excesos. Este sinvergüenza
la conoció cuando ya venía rota de una relación tóxica con un minusválido de
pies y ligero de manos. El sexo y la droga aderezados con el dolor son una
bomba de destrucción masiva y se convirtió en una muñeca con la que jugaban
unos y otros, mientras ella, a cambio, sacaba réditos para caer cada vez más a
un pozo profundo. Paseó su cuerpo y su alma por los peores tugurios, decía
haber hecho de todo y se dolía su conciencia en remordimientos cuando, después
de sus encuentros prohibidos, ese hombre la dejaba tirada. Se prometía entonces
no acudir jamás a su reclamo. Eso le duraba unos días y al final, andaba
buscándolo como una loba.
En sus descensos hacia el
abismo, cuando, saturada de pastillas para dormir, porque no soportaba las
bajadas empicadas tras las subidas meteóricas, era una persona insufrible,
pasaba la resaca metida en la cama, dormida o llorando a moco tendido, arrepentida
por su pecado. Enviaba mensajes de despecho al causante de su drama y juraba
por la gloria de su padre no mirarle a la cara nunca más. Ni ella se lo podía
creer, reincidía como buena adicta, esclava del elemento envenenado, sucumbía a
su dominio. Experta drogadicta, mentía a diestro y siniestro, y en casa
descargaba toda su frustración con aquel que la aguantaba y no entendía nada, gritaba
y se peleaba por cualquier cosa, chocando con el muro de su relación que, golpe
a golpe, iba derribando.
Para sacar partido de lo
que quería engañaba y manipulaba con repetidas artimañas, sólo sus necesidades imperaban,
porque, en esos momentos, los demás eran medios para sus fines y se daba sus
trazas para salirse con la suya. De modo que su empatía era cero y pasaba por
encima de los problemas de los demás. Sólo por las formas, mostraba signos de
preocupación, pero, si la escuchabas atentamente debajo de toda esa cuidada
palabrería, de impostura aprendida y estudiada, se notaban sus motivaciones
egoístas. Decía de sí misma ser muy buena persona y alardeaba de ello siempre
que tenía oportunidad, pero si levantabas un poco el velo de sus argumentos falsos, la solidaria entrega esperaba devolución. A
la hora de la verdad siempre se transparentaban sus intenciones, no dar nunca
sin recibir algo a cambio. Tal vez fuera generosa en algunos momentos, cuando
no estaba abducida por sus obsesiones, pues la vida y ella misma crearon su
infierno y se acostumbró a las trampas y tretas para conseguir sus propósitos.
Pese a quién le pese,
incluso a ella misma, llegada la sima de su derrumbe después de la caída, el
engaño, la traición, la degeneración sin escrúpulos, todo el asco se le echaba
encima transformándose en un vehículo sin frenos. Entonces, el mundo tenía que
desaparecer bajo la película química de las pastillas, anestesiar la rabia de
unos sentimientos, mezcla de desesperación y culpabilidad. Coincidiendo su
punto álgido con el más bajo, se convertía en un guiñapo, un alma vegetativa, o,
por el contrario, respondiendo de modo histérico. La inquietud de una entropía
se instalaba: sólo hallaba alivio enviando whatsapps
y llamadas continuas de teléfono, a su infiel amante que, con hábil
estrategia, desaparecía del mapa. Mientras tanto, el otro, el oficial, el
visible, el cornudo tenía una torpeza especial para entender sus crisis conocía
su adicción, aunque pensaba que ya no consumía, achacaba a su carácter
inestable la verdadera causa. Cumpliendo la regla de “el último que...”, no se enteraba
absolutamente de nada. Las peleas se agravaban cuando, con lo que tenía ella
encima, él le pedía guerra, pues, ingenuo e ignorante, esperaba que cumpliera
con su parte del trato a pesar de todo. Pero ella, que se debatía entre la
hipócrita vergüenza y el impulso irrefrenable hacia la infidelidad, se inclinaba
en el péndulo de la ambivalencia del cariño que le tenía y el asco que le daba.
Si fuera un amigo, se decía, pero, acostarme con él es demasiado.
Andaba obsesionada por
recuperar al otro, aquel que, sin embargo, la utilizaba y despreciaba según las
ganas que tuviera. Enloquecida, con el síndrome de abstinencia cuando no le
cogía el teléfono, se desesperaba, aullaba venganzas, intentaba provocarle
compasión o asustarle con amenazas de hacer algo malo. Sin embargo, frío como
el hielo, nunca contestaba, jugaba incluso a ver cuánto aguantaba hasta
aburrirse. Dejaba que se revolcara en su propio fango, sabía que, cuando el
hiciera una señal, ella acudiría como una perra fiel. Durante esa cruel tregua,
lo imaginaba con otras mujeres, armándose entonces del valor suficiente para
odiarlo y olvidarse de él. Simple máscara de fortaleza hasta encontrarlo por
cualquier esquina, en cualquier bar, y todas aquellas razones más que
justificadas, como bruma eran por un sol barridas, transformando las espinas
clavadas en suave terciopelo que avivaba de nuevo su delirio. Iba cambiando
cada detalle del negro al blanco, buscaba excusas adecuadas a mejor
interpretación, supuraba el elixir de los buenos recuerdos, llegaba incluso a
inventarse razones absurdas. Poco a poco su afán de venganza se diluía igual
que el azúcar en el café amargo, salivando su dulzor la duda y la presunción de
inocencia. ¡Cómo si el demonio pidiera alas de ángel! ¡Qué perversa ironía! Así
tropezaba aún más que un ciego en una habitación acostumbrada, pues al menos,
éste reconoce sus espacios y aprende de los obstáculos para no volver a
tropezar.
De vuelta a la línea
parabólica de su fatal designio voluntario, cogía el coche y se lanzaba a una
busca suicida por los lugares frecuentados en sus encuentros clandestinos. Cuando
resultaba infructuosa, terminaba entregada a un rápido sexo sórdido con
cualquier desconocido que le ofreciera una raya de coca. Más de una vez estuvo
a punto de matarse en la carretera, un día dio varias volteretas, aunque, por suerte,
ni ella ni nadie salió perjudicado por su locura más allá de tener que pagar la
factura del taller.
La bola de nieve se
agrandaba en su vida, el gasto económico adicional la obligaba a tener que
pedirle dinero a su pareja, agravando la deuda emocional, y el círculo
imparable de su desgracia la conducía sin freno ni dirección, rodando cuesta
abajo con la velocidad de su inercia. Tras sus escapadas al paraíso del mal, al
regresar a casa, quizá porque en su simpleza a él no le gustaba hacer preguntas,
aceptaba su relato sin cuestionarle nada. Pensando en su propio bien, el
silencio era su aliado, probablemente le importaba todo muy poco, si luego
tenía su recompensa a tiempo. Él nunca detectaba más detalles que su
desquiciado ánimo habitual y aceptaba sus argumentos peregrinos, que si había
salido con unas amigas, un cumpleaños o una visita a la familia. Con pequeños
intervalos de paz andaban normalmente batallando, peleaban a gritos, escuchándolos
los vecinos y él cerraba la cuestión echándola de su casa. Regresando a la
calma, después de varios días, simulaba una espectacular metamorfosis, venía
arreglada, hablando tranquila, transformada la bruja en bella mujer, vestida de
inusitada inocencia, firmaban un armisticio, frágil como el papel mojado. Aunque
cualquier persona lo vería nítido, él no se daba por enterado de su movida, de
que estaba perdida en un laberinto de los horrores, con salida a su mutuo
fracaso. ¿Cómo no notaba el olor a sexo de otro cuerpo, las pupilas dilatadas
ni su excitado ánimo? Tal vez tan cegado por sus placeres, lo único que a él en
ese momento le importaba es que ella se bajara las bragas. Por remordimiento o
por un deber inoculado en sus venas atrofiadas, ella cumplía y, de tanto tener
que cumplir, se le hizo demasiado arduo el recorrido. A pesar de tener una
bonita casa, haber conseguido un lago calmo en su mar tempestuoso, un día, por
propia voluntad, salió por la puerta con la intención de no volver nunca más.
Él creyó que era el fin y,
para hacerlo de modo menos doloroso, ella le propuso quedar de vez en cuando, como
buenos amigos. Aceptando el nuevo compromiso él esperaba que, en las visitas,
al menos, recordaran viejos tiempos, como hacen ahora los jóvenes que mezclan
amistad y sexo sin compromiso. Pero eso le estropeaba a ella el plan, porque lo
que le apetecía era aprovechar las ventajas de ese refugio a conveniencia y sin
obligaciones sexuales. Ella, acostumbrada a lo peor en esos menesteres, curiosamente
no podía soportar follar con él, a pesar de tener a su lado a un hombre bien
parecido. Y, tras un periodo de tiempo debatiéndose entre qué hacer, sabiendo
lo que perdería en seguridad, estuvieron en un espacio neutro a la espera que
el devenir resolviera el conflicto. Hasta que fue él, que viendo que, a pesar
de comer juntos y compartir sus cotidianas rutinas, no fluía la cosa en la
dirección deseada, sacó la bandera blanca. Él buscaba su cuerpo y ella le
rehuía. Un día, por preferir no tener algo más que nada, reunió fuerzas
suficientes y, exhausto, le abrió de par en par la puerta con un simple adiós,
le dijo: cariño, por aquí no vuelvas más.
Pero, quién sabe qué
pasará, la gente a veces es muy extraña, se queman y vuelven a tocar el fuego. Esta
historia tal vez sea el cuento de la pipa larga. Él es llanura, ella terreno
montañoso; ella línea quebrada, él simple línea recta; él equilibrada
cuadratura, ella polígono con distintos lados; ella cerrada noche, él claro
mediodía; él transparente cristal, ella el espejo de los monstruos; ella va
subida en la montaña rusa, él la espera en tierra firme a que baje mareada y
vomite en sus zapatos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario