Somos granos de arena en una
isla perdida.
Nos rodea un océano
inconmensurable,
su calmo oleaje no nos
tranquiliza,
pues sabemos que siempre
vuelve la tormenta,
más tarde o temprano.
Mar tenebroso por su
inmensidad
y saber que nos oculta algún
secreto.
En la playa encontramos un
refugio,
aunque inestable, nos
tranquiliza a ratos.
Somos granos de arena tan
parecidos y diferentes,
unidos para combatir nuestra
vulnerabilidad,
porque la simple brisa nos
tabalea
y la furia del viento nos
arrastra contra las rocas,
colgándonos de los árboles
como lágrimas,
llevados a su capricho,
mezclados entre basura
y hojas secas.
El suave aleteo de una
mariposa nos eleva por el aire
en un vuelo de placer efímero.
Sufrimos el clamor de un cielo
triste
helando nuestros corazones
y la crueldad del huracán nos
lanza
para luego soltarnos sin
compasión,
exiliados de nuestra costa
abandonados a la deriva del
azar.
La marea nos atrapa y suelta
con impetuosa caricia y el
bálago de su boca
dejando en nuestros labios su
esencia salada.
Escondemos tesoros y peligros,
traicioneras trampas de
esquirlas herrumbrosas
y puntas de cristales que
cortan como navajas.
Cuando el amoroso contacto no
suavizó sus aristas
ni los domó la fuerza del
oleaje o el látigo del viento,
nos convertimos en cómplices
de su daño infringido.
Somos granos de arena
calentados por un mismo sol
y enfriados por distintas
noches.
Somos granos de arena,
apiñados unos contra otros,
igual que ramajes en una selva
de diminutos guijarros,
frágiles por separado, pero
unidos, tan fuertes
que con vendavales hacemos
grandiosas dunas,
catedrales para nuestros
dioses.
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