Anduve por la vida
con un traje prestado
que cogí del armario
de la casa que habité
y no era mía.
Comí de su despensa,
me acosté en su cama
conviví con su gente,
hasta creí ser uno de ellos.
Un rincón de mi materia gris
no me aceptaba,
porque decía ser mi yo real
y no este reflejo
distorsionado
que había aprendido a
envolverse
con uniforme de otra laya.
Al buscarme en el espejo,
comencé a sentir en aquel
frío cristal a este extraño,
cubierto de ropajes ajenos
que sonreía con mis labios
y hablaba por mi boca.
Por sus ojos vislumbré la
mirada
de ese yo agazapado,
intimidado por la fortaleza
de un ejército de usurpadores
que me fueron embaucando,
creando esta falsa identidad.
Y ese yo, obligado a
esconderse,
a permanecer oculto
sin hacer ruido ni dejarse ver,
era mi yo desnudo
cubierto por su pelaje,
pero era tan pequeño el
territorio
que ocupaba en mi cuerpo.
Al igual que yo
vivía en este espacio
de prestado.
Fue suficiente reconocernos
para hacernos uno,
anudado nuestro ser.
En el útero donde se engendró
descubrimos nuestro origen.
Se fueron sumando
nuevos compatriotas,
emigrados a este país
extranjero,
retales de un mismo tejido.
Compartíamos recuerdos y
costumbres
con nostalgia de nuestra
tierra,
sin olvidar lo que fuimos
y de verdad somos.
Este pequeño infinito sin
fronteras
creó el germen de este lino,
enredados de soy, soy,
soy,
soy un múltiplo de yos.
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