Uno vive ordenando su vida,
cuidando de los
detalles.
Cree, ufano, guardar
las apariencias
y reserva para su
espacio íntimo
la libertad de sus
actos cotidianos.
Uno camina por la vida
encontrándose a cada
paso
con conocidos que te
hacen cambiar de acera
para no cruzarte con
ellos frente a frente.
Gente que sólo cuentan
penas y lamentos
y huyes del aliento
tóxico de sus palabras,
o simplemente quieres
ir tranquilo
con tus pensamientos,
sin desviarte de tu meta.
Uno se oculta a sí
mismo la realidad
para ir ligero de su
carga.
A medida que avanza en
el trayecto
se llena de ausencias
y vacía la maleta.
Observas cómo eliminas
conductas
y refuerzas tus
hábitos.
Cuánto perdemos
sumando experiencias
al restar en
virginidad.
La sabiduría que dan
los años
es la dura conciencia
de nuestros errores.
Uno intenta arreglar
su diario existir,
lograr los sueños
forjados en un pasado
que el presente se
niega a ajustar entre sus coordenadas.
Sitúas tu vida entre
límites, protegiéndola,
un rincón para cada
uso,
algunos tienen
prohibido la entrada,
exclusiva para ciertas
amistades
y guardas uno especial
para ti mismo.
Lo privado reservas
tras el biombo
de tu puerta,
lo íntimo, compartido
con quién tú quieres.
Añades distancias,
pones cortinas en las ventanas,
te permites ciertos
placeres y libertades
que se van al traste
cuando viene ella.
Sólo en algunas
excepciones acude si se le llama,
a veces envía algunas
señales,
aunque nunca
especificará día y hora.
Qué iluso fuiste dejando
al azar
su inoportuna visita,
quizás, pensando,
que vendría con la
casa recogida
y preparado todo.
Sin embargo, cuando
aparece sin previo aviso,
suena el timbre, el
corazón se te paraliza,
y la recibes, con mala
cara,
la casa desordenada,
los platos sucios,
antes de tomar la
ducha,
con la ropa interior
sin cambiar,
mal vestido, mudo, sin
palabras.
Te quedas sin parapeto
que cubra tu vulnerable cuerpo
o tus costumbres
particulares,
ante la vista de todos
que se han apuntado
a la fiesta.
Tú, que siempre
cuidabas el aspecto,
que, con pudor
reservabas tu mundo interior,
la corporalidad de tu
esencia,
creíste poder evitar
sorpresa tan desagradable,
de esta guisa y pésimo
momento.
Más bien no quisiste
pensar en esa eventualidad,
que te sorprendiera desprevenido.
Y así fue que un día
se presentó la muerte
sin previo aviso, como
acostumbra esta mal educada,
sin tener preparada la
situación para su visita,
ni haberte afeitado,
ponerte la ropa limpia,
dar la imagen perfecta
que hablara de ti
ante los otros.
Ocurrió lo temido y
ahí estás,
más callado que en
misa,
impertérrito, ni te
inmutas.
Todos pasan por tu
lado,
observando minuciosamente
el lunar verrugoso que
ocultabas
con un poco de
maquillaje,
que ahora apenas disimula
una barba de tres días.
Extraños descubrirán
que tus alardes
no eran para tanto y
algún graciosillo
hará la broma de rigor
con el pretexto
de quitarle hierro al
asunto.
Ya no puedes utilizar
la agradable sonrisa
con la que te ganabas
la confianza de todos
o resolvías con
simpatía y elegancia
las cuestiones
incómodas.
Se estampó en tu
rostro el rictus solemne
de la muerte.
Te han desnudado, qué
vergüenza.
Tú, que en la playa
procurabas cubrir
tus imperfecciones con
el bañador apropiado,
estás ahora expuesto
ante la mirada ajena.
Estaba más gordo
últimamente…,
Tienes que aguantar,
encima, inmutable,
comentarios como estos
o aún peores.
Recorren sus miradas
tus pertenencias,
descubriendo de ti
cosas que mantuviste,
con rigidez, al
margen.
¿Qué culpa tienes? Si
lo llegas a saber
no dejas estos trastos
por medio,
hubieras tirado muchas
cosas,
habrías escondido
aquel poema
que cuestionaba tu capacidad
literaria,
o aquellas costumbres
que te dejan
en perjudicada evidencia.
Ahora que te acuerdas,
las sábanas
están manchadas y no
precisamente
de un feliz encuentro,
sino más bien un apaño
ante el insomnio
de madrugada.
Si uno hubiera sido
consciente
de su inminente
presencia…
Hubiera bastado una
llamada,
un quedar para tal
día,
no sé, un simple
whatsapp.
Eres un ingenuo por
confiarte.
A estas alturas ya
deberías saber
su modo y modales de
operar.
Pues nada, te pilló
infraganti.
De nada sirve decir que,
ante ella,
todo pierde
importancia,
las preocupaciones
mundanas
son insignificantes,
el verdadero valor de
la existencia
están en otras cosas,
criterios como
honestidad, honradez,
responsabilidad,
generosidad, talento, entrega
y valentía,
esos que enumeran
entre las condolencias
los que van a tu
último encuentro.
Muchos de los
problemas que te afligían,
son, desde esta perspectiva
horizontal,
tonterías enormes y
pueriles.
Aunque estos
argumentos, si digo la verdad,
no consuelan ante este
ultraje:
¡Coño, que están
tocando tus cajones,
mirando tus ropas,
rebuscando entre papeles!
Tu cuerpo, expuesto a
sus ojos,
hablando de tus
costumbres,
sacando conclusiones,
no siempre equivocadas
pero la gran mayoría
inciertas.
¡Aquí me gustaría
veros a todos!
A ver como la recibís
vosotros,
desnudos, como tú,
ante la evaluación
de las
interpretaciones ajenas.
Con lo que cuidabas lo
tuyo,
tanto forjar y
construir un carácter
de lo que se entiende
un tipo raro,
porque eres como decían
los amigos:
Él es muy suyo.
¿Qué queréis que diga?
Donde echas la llave,
no entra nadie.
Aquí tienes el plato
lleno,
como castigo a la
soberbia.
¡Con el celo con que
protegías tu propiedad!
Te ves exhibido ante
un público anónimo.
Que si eras atractivo
y elegante,
responsable y educado,
perfeccionista hasta
la obsesión,
pulcro como una patena,
bien peinado, de
cuidados modales,
compulsivamente metódico,
siempre con aquella
sonrisa enmarcada
que muestra ahora el
vacío
de una dentadura
postiza.
Mírate ahora,
desgraciado,
con el culo al aire.
Porque, quién le
explica a esta gente,
que un mal día lo
tiene cualquiera,
que ni eras aquel tan
perfecto como te veían,
ni tampoco este cogido
en un renuncio.
Tal vez, seguramente,
todos somos vulnerables
ante esta jueza
despiadada,
falta de sentimientos
humanos,
injusta en sus
sentencias,
que nos impone la
mayor pena de todas,
la impúdica e
irreverente muerte.
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