Tengo la certeza de la
existencia de dios.
No digo que se trate de un ser
magnánimo,
ni que conceda y atienda
nuestros ruegos.
Más bien es un dios
caprichoso,
el bien y el mal los entiende
a su manera.
No sé cómo será con los demás,
para conmigo no admite señal
de egoísmo,
sin respiro me da razones
de entrega obligada al prójimo
de turno.
En esos días bajos, donde te
agarras
a un clavo ardiendo,
miro al inmenso cielo
protector
y suplico un ojo, o un oído,
que me eche un cable.
Pero, tal vez entienda que son
asuntos
que van en una dirección
interesada,
porque su conducto auditivo lo
tiene hecho
a su voluntad omnipotente,
y que pidas tu trocito de
bienestar
cuando no está en sus
cálculos,
le parece de un descaro y
libertad imperdonables.
Ante su balanza, tu solicitud
marca siempre en déficit
y queda la petición sustituida
por una deuda que no te
corresponde.
Este dios sordo ante mis
oraciones
me envía ipso facto su reverso.
Lo tengo comprobado, lloro y
suplico
que me saque del atolladero
y entonces, él, ni corto ni
perezoso,
actúa de inmediato con factura
en mano
con el encargo de una causa
ajena.
Tengo que vestirme para el
caso
de la generosidad que exige la
demanda,
olvidando de este modo las
mías,
seguramente inmerecidas bajo
su criterio.
Así que su compromiso conmigo
lo tiene fácil,
pues en lugar de ofrecer, hago
por él su trabajo,
nunca por mis cuestiones sino
la de otros,
utilizándome como medio muy
económico.
La última vez que tuve la
osadía
de dirigirme a su graciosa
majestad,
suplicándole entre sollozos,
que,
por favor, alumbrara mi túnel,
no a su modo acostumbrado, es
decir,
con la entelequia de su
lenguaje paradójico,
sino con una llama clara y
firme,
con las palabras exactas:
sujeto, verbo y predicado,
sin emisario que cobre la
minuta a alto precio,
una vez más, no tardó ni un
segundo
en pasar de mi instancia a
ponerme obligaciones,
olvidando mi paquete con el
mensajero.
Pues nada, dios existe y es un
bulto sin ojos
ni oídos, ni tacto para tratar
a sus subalternos.
De tener algún sentido debe
estar atrofiado,
pero divinamente abunda
en capacidad para hacerse el
tonto,
al menos, en lo que a mí se
refiere.
Que no le gusta el egoísmo
está claro,
pero no es tan tiquismiquis
con el propio,
tampoco es que le estuviera
pidiendo millones,
o un paraíso particular,
de querer, le bastaría con un
chasquido de dedos,
sin embargo,
mi humilde deseo es que me
conceda
el mínimo espacio libre,
para que no me caigan todos
los clavos;
a ser posible, no encontrar
todos los baches
en su defectuoso asfalto y hallar
el consuelo esporádico de
algún placer
que rompa el mito de la
promesa de un más allá,
otorgando a la humanidad lo
justo y necesario.
Pero es nuestro deber y salvación
ser paciente
mientras él cuenta con el
tiempo infinito...
No exija entonces de mi parte
la generosidad que él no tiene,
cargándome de exigencias
mientras mira para otro lado.
Encima este dios está a la
última.
Se nota que tiene en su poder
todos los adelantos,
maneja al dedillo las nuevas
tecnologías,
tiene la ventaja de tener ya
programados todos
los pasados, presentes y
futuros,
la ciencia ficción es su pan
diario.
Por eso ayer, sumida en mi
desastre,
tan pronto enjugué mis
lágrimas
me esperaban sus mandatos,
con la eficacia de un rápido
WhatsApp.
Olvidaba mi reclamo,
pasándoselo
por sus venerables bajos.
Sí, me llegaba con sobrecargo
su mensaje.
Dios existe, eso ya lo tengo,
por la cuenta que me trae,
bien aprendido,
aunque haciendo honor a mi
cualidad,
reincidente obstinada, caigo
una y otra vez
en el error de esperar de él
algún milagro.
Enemigo pertinaz de mis
necesidades,
encima, me castiga por el
atrevimiento.
Vamos, que este dios todopoderoso
es un auténtico fraude,
pues hace más por mi
felicidad,
una simple tableta de
chocolate.