No es ninguna enfermedad
y sólo puedo hablar por mí
mismo,
pero hay una cuestión que
determina
que me voy haciendo viejo.
Hablo del deseo y el sexo.
Nunca fui un experto en
pasiones,
ni tuve la suerte de otros
de gozar
de intensos encuentros piel
con piel.
Llegué tarde y duró poco
eso que tanto preocupa a los
hombres y mujeres
y hablan de ello todo el rato.
No es que fuera por falta de
ganas,
más bien todo lo contrario.
Escasearon oportunidades,
aunque, a decir verdad,
fuera yo culpable de un ajeno
pecado,
–el peso enorme de una
mentalidad
bastante represora–,
un físico no demasiado
favorable,
sin olvidar un carácter algo
tímido
completaron el triángulo.
Para cuando quise darme cuenta
el arroz estaba pasado
y, aunque me gusta el socarrat
–bromas aparte–,
los placeres me duraron entre
verano y otoño.
Son ahora mis preocupaciones
y mi condena
el paso del tiempo, el
deterioro progresivo
y la falta de anhelos,
unidos a un extremo
desencanto.
Veo, sin embargo, los
destellos de juventud
en la temática de cierta prosa
y poesía,
porque abunda en ella violencia
y mucho sexo,
sexo, sexo y sexo,
referencias cinematográficas
y una banda sonora de película
–curiosamente añeja–,
con argumentos trágicos,
sexo, sexo, sexo,
sexo violento, triste,
velado, virtual o glorioso,
siempre amantes despechados,
orgasmos melancólicos,
abandono, lujuria y sordidez.
Tienen todos estos
privilegiados jóvenes
la gran suerte de correrse
–prolíficas, profusas
eyaculaciones–,
aunque sea en sueños eróticos.
Mientras que yo, últimamente,
he ido notando los primeros
síntomas
de mi vejez galopante
que, contrariamente, más firme
y contundente resiste mi
cuerpo.
Pero, por más que me gustaría
que este fuego ardiera como un
infierno
morboso,
la sangre tiene lo que tiene
y su ardor anda escaso.
Curiosamente esta persistente
ansia
del ánimo
se encapricha con otros
entretenimientos,
eso sí, menos gozosos.
Aunque, quizá ande equivocado
porque, quién pone en duda
que disfrutar de ciertos
manjares,
un agradable paseo por el
campo
o cosas aparentemente tan
insignificantes
como mirar el cielo
alfombrado de intensos rojos y
malvas
en fugaces atardeceres,
seguir la sombra cómo recorre el
patio
y un café al abrigo
de una manta mientras cae una
lluvia
generosa,
quién me puede negar que, a
veces,
no sea hasta más satisfactorio
que un buen polvo.
Debo reconocer su meritoso
consuelo.
Por lo menos a mi edad
me compensa este autoengaño.
Y mira por donde, si uno por
aquello
de la casualidad, se pone a
tono
por lo menos, lo tengo siempre
a mano.
Aunque el devenir no es que
prometa mucho
y la urgencia del deseo ya no
ocurre
–pues este guiso se hace a
fuego lento–,
aún guardo la esperanza
de que, como la llama de una
vela
antes de apagarse del todo,
sea más intenso su último
fogonazo.
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