p e r f i l e s d e c i u d a d

jueves, 9 de noviembre de 2017

Primeros síntomas



No es ninguna enfermedad
y sólo puedo hablar por mí mismo,
pero hay una cuestión que determina
que me voy haciendo viejo.
Hablo del deseo y el sexo.
Nunca fui un experto en pasiones,
ni tuve la suerte de otros
de gozar
de intensos encuentros piel con piel.
Llegué tarde y duró poco
eso que tanto preocupa a los
hombres y mujeres
y hablan de ello todo el rato.
No es que fuera por falta de ganas,
más bien todo lo contrario.
Escasearon oportunidades,
aunque, a decir verdad,
fuera yo culpable de un ajeno pecado,
–el peso enorme de una mentalidad
bastante represora–,
un físico no demasiado favorable,
sin olvidar un carácter algo tímido
completaron el triángulo.
Para cuando quise darme cuenta
el arroz estaba pasado
y, aunque me gusta el socarrat
–bromas aparte–,
los placeres me duraron entre verano y otoño.
Son ahora mis preocupaciones
y mi condena
el paso del tiempo, el deterioro progresivo
y la falta de anhelos,
unidos a un extremo desencanto.
Veo, sin embargo, los destellos de juventud
en la temática de cierta prosa y poesía,
porque abunda en ella violencia
y mucho sexo,
sexo, sexo y sexo,
referencias cinematográficas
y una banda sonora de película
–curiosamente añeja–,
con argumentos trágicos,
sexo, sexo, sexo,
sexo violento, triste,
velado, virtual o glorioso,
siempre amantes despechados,
orgasmos melancólicos,
abandono, lujuria y sordidez.
Tienen todos estos
privilegiados jóvenes
la gran suerte de correrse
–prolíficas, profusas eyaculaciones–,
aunque sea en sueños eróticos.
Mientras que yo, últimamente,
he ido notando los primeros síntomas
de mi vejez galopante
que, contrariamente, más firme
y contundente resiste mi cuerpo.
Pero, por más que me gustaría
que este fuego ardiera como un infierno
morboso,
la sangre tiene lo que tiene
y su ardor anda escaso.
Curiosamente esta persistente ansia
del ánimo
se encapricha con otros entretenimientos,
eso sí, menos gozosos.
Aunque, quizá ande equivocado
porque, quién pone en duda
que disfrutar de ciertos manjares,
un agradable paseo por el campo
o cosas aparentemente tan insignificantes
como mirar el cielo
alfombrado de intensos rojos y malvas
en fugaces atardeceres,
seguir la sombra cómo recorre el patio
y un café al abrigo
de una manta mientras cae una lluvia
generosa,
quién me puede negar que, a veces,
no sea hasta más satisfactorio
que un buen polvo.
Debo reconocer su meritoso consuelo.
Por lo menos a mi edad
me compensa este autoengaño.
Y mira por donde, si uno por aquello
de la casualidad, se pone a tono
por lo menos, lo tengo siempre a mano.

Aunque el devenir no es que prometa mucho
y la urgencia del deseo ya no ocurre
–pues este guiso se hace a fuego lento–,
aún guardo la esperanza
de que, como la llama de una vela
antes de apagarse del todo,
sea más intenso su último fogonazo.

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