Hay varios tipos de tiempo:
el tiempo físico, también
llamado
atmosférico, del frío y el
calor,
de las lluvias, heladas y
nieves,
el tiempo fisiológico,
estructurado
en periodos, ciclos,
estaciones,
cánones y unidades.
Está el tiempo verbal, el
propiamente humano,
basado en acciones, fuente de
recuerdos,
de presentes y futuros.
El tiempo sólido, reglado y
encapsulado
cronometrado e inflexible,
con mínimos errores de cálculo
o, por defecto,
conceptualmente absurdo pero
necesario.
El tiempo líquido, ese que se
diluye
en la densidad del sólido,
se pierde entre los objetos y
actos,
ocupa el recipiente del
momento
tomando formas distintas,
manteniendo el mismo peso y
volumen,
así se estira o se contrae, se
hace interminable,
se escapa o escurre entre los
dedos.
Por último, el tiempo gaseoso,
invisible,
que ocupa todo el espacio,
recorre con libertad las
sombras y la claridad del día,
no se oculta, mas nadie lo ve,
por el contrario, rodea todas
las cosas.
Es el universo su territorio
y el paraíso del que fuimos
expulsados,
lanzados a padecer su estigma.
Abarca todos los dominios de
nuestra existencia,
por eso podríamos decir,
que, de tratarse de una nueva
religión,
sería su dios todopoderoso.
Él es el único dueño y señor,
no lo retiene ningún límite ni
frontera,
aunque nos deja jugar con la
idea
de creer controlarlo con un
reloj,
perversa diversión que tiene
el poderoso con su vasallo.
Se pasea ufano por los
jardines de su palacio
mientras se recrea con
nuestras estúpidas urgencias.
Pobres ingenuos, cuando
esperábamos
tenerlo bien anudado, se
desinfla el globo,
como cometa se escapa de
nuestras manos,
abofetea nuestra engreída
soberbia,
reconociendo, humillados, no
tenerlo nunca sujeto.
No tiene forma y, sin embargo,
nosotros lo convertimos en una
recta,
un continuo devenir que
siempre suma,
pero de ser línea, tal vez,
formaría una espiral
el retorcimiento de un punto,
o, de ser cuerpo,
probablemente,
su figura sería oblonga.
El tiempo es como un gas,
se mueve junto a ti sin verlo.
Tiene sus propias leyes,
principios
y fines,
que nunca llegaremos a conocer
por mucha física que aplique
la ciencia,
por más empeño que pongamos en
el asunto
jamás llegaremos a acceder a
su secreto.
Por eso lo convertimos en un
arcano,
mucho más que trino, múltiple,
que tiende a un infinito
inconmensurable,
con imágenes y corporalidad
diferentes.
Nuestra gran equivocación
es creer que atrapamos su
espíritu
en nuestros cálculos.
Nada más lejos de sus intenciones,
disfruta sorprendiéndonos,
osados ignorantes, tratamos de
programarlo.
La impaciencia es su némesis.
Como dios supremo, él siempre
decide
dar o quitar según sus
cuentas,
actúa con inmediatez o
eternizándose.
Debemos recordar siempre que
nuestros sueños
navegan en su mar tempestuoso,
llegar a tierra firme
dependerá de su designio,
o quizá de las decisiones que
tome
durante el desayuno.
Hacemos espacios en una regla
que
no existe,
inventamos un sistema
matemático,
ilusos, pensamos que basta con
darle cuerda,
o ponerle una pila,
construirlo atómico o hacer
una teoría
de cuerdas –para atrevidos
funambulistas–,
donde tiempo y espacio se
hacen
uno.
Mago caleidoscópico, se ríe a
carcajadas
de nuestro falso espejo.
Pseudópodos con prisas,
vivimos en su caos de atrasos
y adelantos,
regulando nuestra vida en días
y noches,
en ayeres y mañanas en un
presente suicida.
Es escurridizo y enigmático,
tal como ante sus súbditos se
muestra
puede ser magnánimo, cruel o
campechano,
cual rey en su trono.
Ente supremo, hacedor de todos
los big bangs,
dios lujurioso y despótico,
sin ética ni sentimientos.
El mundo lo venera,
rindiéndole culto y pleitesía,
sujeto al imperio de su poder.
Considero que es un perfecto
cabronazo,
nos tiene bajo su yugo
sometidos,
para su goce y divertimento,
ahora y en la hora de nuestra
muerte.
Amén.
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