Lleva tres días esta mosca en mi casa, pasea por la pista transparente
del cristal de la ventana, revolotea segura como si este territorio fuera de
sus dominios. Me pone nervioso tan descarada libertad. Entró el jueves cuando,
después de varios días de lluvias, dejé que el sol de la mañana inundara la
estancia. Se apoderó de todos los espacios sin haber sido invitada, moviéndose
por ellos con la actitud prepotente de ser la dueña, sin importarle si me
incomodaba, merodeando por los rincones, posándose sobre mis pertenencias,
incordiándome a todas horas, mientras cocino, me ducho o duermo. La amenazo con
el matamoscas, ¿te vas o te mato? Pero nada, ni caso. Es tan rápida que sólo
hacer el ademán de coger el mango del arma homicida, se escapa burlándose de mi
soberbia.
Alteró mi descanso, siestas y noches,
danzando con su molesto zumbido. Tapaba mi cabeza con las mantas, asfixiándome
en esa burbuja cerrada, pero ella, persistente, insistía con voraz empeño. Yo
agitaba el brazo de un lado a otro, hasta que un día descubrí que, si mantenía
el movimiento un determinado tiempo, conseguía que cambiara de rumbo. Al menos,
durante un rato, lo suficiente para darme un respiro breve. Incluso llegué a
pasar frío, dejaba las ventanas y hasta la puerta abiertas a ver si así se
marchaba. Anda, lárgate de aquí, ¿quién te invitó a esta fiesta? ¿No tienes
familia, ni amistades, ni nadie que te reclame? Aunque corría el riesgo de que,
echándola en falta, vinieran al rescate los suyos, invadiéndome toda la nube de
mosquerío o papá moscardón.
Así que, rendido, cerré todas las salidas
ideando un nuevo plan y, en lugar de darle la posibilidad de escape, tramé una
nueva estrategia quizá más perversa: matarla de hambre. Tomé todo tipo de
precauciones, acoté todas sus posibles subsistencias, protegí todos los
alimentos, limpiaba bien los restos de comida, bajaba la tapadera del wáter.
Vamos, que nunca tuve la casa más aseada y los hábitos más correctos que en
aquellos días.
Recordé e investigué por internet el promedio
de vida de estos bichos impresentables, duran apenas un par de semanas. Así
que, de manera estoica, me resigné a tan desagradable presencia con la
convicción de ser corto este martirio. Acepté a la inquilina morosa. Como un
convidado de piedra, me fui acostumbrando a su pesada compañía.
Al principio se había comportado más
hiperactiva, rápida y ligera ante mi acoso, probablemente tampoco ella querría
esta esclavitud sobrevenida. Lejos de preferir estar conmigo, seguro deseaba
las promesas de afuera. Ahora, sin embargo, anda más tranquila, parece haberse
habituado a mi territorio, a sus espacios y a mi persona y, aunque no sé cuándo
come ni bebe, ahí sigue cada día, volando como Pedro por su casa. Aun harto de
aguantar este obligado trato, creo que estamos llegando a una convivencia más
llevadera. A veces, se me acerca y la ahuyento, entonces, sin protestar, ocupa
cualquier otro lugar de la habitación, se posa en la lámpara, en el respaldo de
la silla, sobre mi manta cuando estoy en el sofá, tal vez buscando el calor de
mi cuerpo. En otras ocasiones, se lleva horas apoyada sobre el quicio de la
puerta, sobre un cuadro o en la pared, como si se echara un sueño, entretenida
con los programas de la tele o simplemente observándome.
Inmóvil, impertérrita, casi me da pena, la
veo un tanto aburrida, como si le faltara la compañía de alguna de las de su
especie. Es tan corta su vida, tan triste, que se pierda ciertos placeres. No
sé cuál será su sexo ni preferencias, pero últimamente la veo como deprimida.
Puedo llegar a comprenderla, así llevo yo años, que estoy más solo que la una.
Comienzo a sentirla como si fuera mi mascota. Ya sé, es algo extraño, pero, en
fin, la gente además de perros y gatos, pájaros o serpientes, tienen raros
caprichos, filias distintas según necesidades. Nadie ha de escandalizarse
porque entre nosotros dos haya esta amigable simbiosis. No es que obtenga
claros beneficios –¡ni que yo fuera un buey! –, más allá de la recompensa que
supone su contacto.
En este contrato tácito debo decir que le estoy
cogiendo cariño, mis monólogos son ahora diálogos, porque, a nuestra manera,
nos comunicamos. Es más fiel que muchos de mis colegas, que pasan de mí como de
la peste. Bueno, creo que estos días de encierro me están afectando un poco la
cabeza. Escucho mis argumentos y creo que me estoy pasando un poco de rosca.
Mírala, qué graciosa se planta sobre el espejo mientras me afeito y ¡hasta
practica una danza para alegrarme la mañana! Creo en algunos momentos que
pudiera ser el espíritu de mi abuelo y, a veces, hasta la llamo por su nombre,
pero descarto esa posibilidad por respeto a él.
Esta noche no sé qué
cables se le han cruzado, pero ha vuelto a las andadas. Inquieta, sin parar de
moverse entorno a mí, hasta que me puso de mal humor. En fin, que hemos dormido
los dos fatal. Esto tiene ya que acabarse, no podemos continuar ni un día más
así, ni alargar por más tiempo esta atípica relación. A la hora de comer estaba
más pegajosa que de costumbre, la alejaba con la mano, pero seguía fastidiando.
Hubiese podido matarla con un sólo dedo, porque no sé qué le pasaba, andaba
como borracha, había perdido los reflejos, su nivel de alerta estaba bajo
mínimos. Ingenua, tal vez confiada ante mis intenciones, pensaría que no era
peligroso. Me está poniendo de los nervios, no soporto ni siquiera su presencia.
Ya me cansa, me ha quitado libertad de movimientos. Me he obsesionado con ella,
y esto no nos lleva a ninguna parte. Además, puede que un día se vaya por donde
vino, sin importarle mi persona ni qué me ocurra. No volvería a acordarse nunca
más de mí. Peor aún, ¿y si un día la encuentro muerta sobre la mesa, tirada por
el suelo, por cualquier rincón como una sin hogar y termine barriéndola como
simple basura, sin un digno sepelio?
Esto es una locura, tengo que terminar de una
vez con esta desquiciada historia. ¡Qué malo estar en una isla desierta! Te
provoca insólitos y estrafalarios pensamientos. Se pierde el contacto con la
realidad, te encuentras haciendo estupideces. En lugar de hablar contigo mismo,
buscas sustitutos de interlocución.
Hoy estoy enfadado con ella, no la aguanto
más, le he cogido manía, asco. Deseo que se vaya de una vez, detesto y siento
rabia de mi debilidad, la odio por ello. En la siesta no me dejaba en paz, con
lo cansado que estaba y ella plantada ahí, tan ufana, ensimismada en su propio
reflejo, seguro atenta para escapar a la menor oportunidad y abandonarme. Lo
fácil que sería coger ahora el matamoscas y liquidarla con impunidad y alevosía
de un palmetazo. Aquí estoy ante la duda, yo, que fui asesino en serie de sus
congéneres como una distracción, contaba cuántas caían en mis garras y
sucumbían a mi malévola destreza. ¿Cómo puedo plantearme estas cosas? Soy un
tremendo gilipollas. Se acabó, o ella o yo, no hay sitio para ambos. Amén de
ver sus intenciones de remontar el vuelo, quiere recobrar su independencia y
conocer mundo, olvidándose para siempre de mi generosa hospitalidad. No, no te
lo voy a permitir, te perdoné la vida y tengo el poder para quitártela. Te daré
un final apoteósico, de tragedia griega, una muerte grandiosa y sublime.
Me acerco, estoy a un palmo de ella, flaqueo,
tiemblo, lucho con mis dudas como inseguro Hamlet. Siento el sabor a sangre en
mi boca, mi poder me excita y rememora el triunfo en antiguas batallas, pero me
amedrenta la venganza. Al final ganará la sed de victoria. Lucho entre el bien
y el mal, la vida o la muerte, yo o ella. Estoy arrastrado por un torrente de
ira que me conduce inevitable al desastre. Sea cual sea el resultado habré
fracasado.
Después de esta unión casi mística y
angelical en la que nuestras almas se encontraron más allá de piel y carne, mi
voluntad se ancla y mis ojos se orientan al objetivo. Hubo un tiempo que fuimos
uno en este universo pequeño. Hoy seré amo de su destino. Me acerco, tengo el
arma cargada, rozando estoy su diminuto cuerpo de ébano. Casi percibo su
aliento, huelo su miedo, ¡Qué insignificante enemigo! Deja en ridículo el
verdugo que soy. No merece tanta demostración de fuerza tan débil contrincante,
un simple punto dibujado en ese infinito sobre la fría superficie. Pobre e
indefenso, no escapará a tan injusto desenlace.
Ante mi inminente ataque, no se enfrenta, no
se defiende. Sumisa, espera mi sentencia despreciable. Parece rendida,
indolente a mi acto deleznable, comportamiento indigno de este guerrero. Se
entrega sin lucha al martirio, expuesta en la pira a punto de quemarse.
Majestuosa, se presenta al patíbulo, no pone ninguna resistencia, la apunta el
arma amenazadora. Tal vez sufra el dolor del triste desengaño, traicionada, la
mano que fue indulgente con su vida, hoy se la hurta. Pues si morir quieres, la
muerte tendrás sin juicio. Negada a evitar mi pecado, con su heroísmo me
castiga.
Toma, aquí tienes mi respuesta cobarde. Y con
un certero golpe, a sangre fría, cortaba aquel anómalo vínculo entre nosotros
dos. ¡Zas! Muere y púdrete en los infiernos, sólo te salvará la gloria de la
inmortalidad. Quedaste como el toro sacrificado en la plaza, negro y rojo,
yaciendo sobre este albero transparente. Los cabestros de mi servilleta te
recogen, arrastran a la víctima noble hacia el matadero.
Yo pétreo, horrorizado, con las manos
manchadas por tan infame crimen, no tendré perdón y pagaré este abyecto y vil
acto con la vergüenza y el remordimiento eterno.
Más qué podía hacer
sino matarla. De haber sido yo el muerto, estaría ella ahora devorado mis ojos
velados, opacos, espantados, sin vida, lamiendo la angustiosa agonía de mi boca
y haría el nido de sus larvas en mi cuerpo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario