Qué han visto estos ojos que
me miran.
En su brillo traslúcido intuyo
soledades.
Cómo se puede escarbar en ese
terreno,
arrancar las malas hierbas y
extraer
algún tesoro.
Cuánto ocultan y callan unos
ojos,
cuántas estaciones han pasado
por su córnea,
cuántas cosas buenas y malas
escaparon a su retina.
Qué esconde una mirada cuando
su luz se apaga,
qué lleva en su nervio óptico
a la otra estancia.
La imagen última, soñada o
real, tal vez,
repentina, improvisada,
inocua.
Esos ojos gritan tristeza este
otoño,
callan miedos, guardan dolor y
rabia.
Fueron ojos infantiles,
brillante ébano sobre su nácar.
Lloraron lágrimas que quemaban
como hielo,
no aquellas de hambre y frío
fáciles de calmar,
sino las encaradas a solas,
clandestinas, disimuladas
bajando la vista,
tratando de no mostrar su
desgarro,
la tormenta que horas antes en
ellos se había desatado.
No siempre podían ocultarlas
al amparo de la noche,
bajo la ducha, callejeando por
lugares solitarios,
sin observadores ajenos a ese
peso que cargaban.
No pedían la ayuda imposible,
sino ser compensados con la
líquida alegría,
la que baña el cuerpo con la
savia de una nube,
ligera, suave como pétalos de
rosa,
blanca y pura como copos de
nieve.
Quizá era demasiado pedir que
no hubieran sido castigados
con la visión de su desgracia,
igual que el acero del
tornillo se ancla a la pieza,
la sujeta firme, sin prestarle
un hueco ni holgura,
soldada para siempre, a ella,
en cadena perpetua.
Pero hay excusas propicias
para todo
y así nadie puede ver detrás
de ese cristal opaco
lo que para sí se guarda,
hasta el fondo,
allí donde la carne cede
espacio al alma y el alma,
riega la tierra donde se enraíza.
También las hubo, no sólo
aquellas que manan
de las entrañas de la roca,
las físicas, las cotidianas,
las emocionales
las de andar por casa.
Qué no quieren decir esos ojos
que, de frente,
me atacan con toda su verdad
silenciada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario