Si repito como un mantra
mi deseo,
con fe y confianza,
vendrá a mí presto y
obediente,
porque es una simple cuestión
de energía y es sabido
que el universo funciona
como una corriente alterna.
Así que, dirigido al polo
correcto,
atraeré la positiva,
como partículas de hierro
al imán,
sin ningún afán o ahínco,
igual que el perro juega
a traer el palo a su dueño.
Pero el deseo no es algo
sólido,
claro en sus límites
y de medidas definidas,
su física no tiene fórmula,
no está limpio de impurezas,
fácilmente se contamina
por sustancias aledañas,
cortando el suministro
eléctrico
tan pronto como haya un cruce
de cables.
Más bien es algo líquido,
deformado según su continente,
con riesgo de desparramarse
si lo llenas demasiado,
o de salpicar si se agita.
A veces se vuelca y derrama,
extendiéndose por el suelo,
perdiendo su consistencia.
Imposible recuperarlo
al completo, una parte
lo embeberá la alfombra,
perdurando su recuerdo
en esa mancha oscura y húmeda,
hasta que el transcurrir de
los días
acabe
secándola.
Así no puede haber lectura
posible
para aquellos destellos
brillantes
que desde el cielo nos
observan
y atienden nuestras súplicas
marcando el sendero
que nos conduce sin pérdida
al destino que nos toque.
Un lector invisible
transcribe las huellas de
nuestros pasos
dirigiéndonos a la puerta
de salida.
Nuestro deseo es ameba
que se traslada con
pseudópodos
y avanza dando señales
equívocas
El cosmos, que tal vez
no entienda de mantras y
energía,
nos contesta con voz ronca y
profunda,
enfadado por el atrevimiento
y, para sacarnos del iluso
sueño,
deja caer sobre nuestras
cabezas
una jarra de agua fría.