En la infancia, antes
que la consciencia
tenga percepción de los
cambios,
el alma inocente vive
entre el reino terrenal y el
quimérico.
No crecen los miembros,
sino que encoge el vestido
con el transcurrir de unas
horas
medidas por un reloj confuso.
Un mundo que necesita
de un único reflejo,
hecho de amor y cobijo.
Antes que nos reconozcamos
más allá de nuestra propia
imagen,
estuvo la mirada del otro
donde se vertió todo un
infinito
lleno de dolor y ternura.
Precavidos de miedos absurdos,
pues no hay coraza frente al
destino
pero sí cadenas para el
espíritu,
comenzaron a forjar nuestro
iris
los destellos de los ojos
ajenos
que fueron lanzas de nuestro
edén
o martirio.
Correr sin huir por la orilla
de un océano sin cerrado
horizonte
ni fronteras,
lleno de abismos,
puesta, en lugar prometido, la
vista.
En el laberinto de la mente,
trajo la marea su recuerdo,
el tibio cuerpo sentado
sobre la roca húmeda,
con aquel diminuto vestido
de blancos volantes
como espuma de olas.
Aquella roca, regazo de mi
cuerpo
que el mar se tragó,
mar de infancia,
tan distinto y lejano,
dejó poso en el olvido.
Mi memoria no guarda añoranza,
cubre su salitre las heridas,
por otras aguas hoy pasea,
dejando que la marea renueve
su fondo profundo
y deje verter ríos cristalinos
al verde esmeralda de los
sueños.
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