p e r f i l e s d e c i u d a d

domingo, 29 de julio de 2018

Sepelio


El muerto ha entrado en escena.
Va el féretro
sobre una bandeja de metal,
igual que un paso de semana santa
sin costaleros,
llevado por ruedas que marcan
el tétrico recorrido del pasillo central.
En ese instante, el murmullo cesa,
callan los asistentes al paso fúnebre
que ha aparecido en el umbral
ante la oscuridad del salón.
La boca de entrada
llena de luz lo alumbra
como al actor en el escenario.
Llega el novio cadáver junto a la novia
de muerte en esta boda macabra.
El ruido metálico de las ruedas
resuena helando el aliento,
en el templo funcional del camposanto.
Rostros anónimos, familiares,
conocidos todos del novio,
afectados por la triste pérdida,
pues aquí quien ganó un hijo
fue el padre de la novia.
Se guarda un respeto necesario,
impuesto por una norma tácita,
en honor al muerto,
este que, sin embargo, ya no oye,
ni habla, y al que poco importa
si reímos o lloramos por él,
o montamos un jolgorio en su honor.
Así somos los seres humanos,
celebramos cada muerto
bajo fórmulas convenidas
con un ritual ceremonioso.
Una fe que calma el dolor y la rabia
porque aquí ya todo se acabó,
bien y mal, gozo o sufrimiento.
Pobre, rico, viejo o joven,
todos llegamos a esta meta,
ligeros de equipaje,
como vinimos al mundo.

Lo pasado vivido queda en las células
de ese cuerpo corrupto y efímero,
desperdigadas por el aire,
atrapados sus efluvios por la atmósfera
en su cósmica órbita.
Serán depositadas sobre la copa de los árboles,
elemento de cuerpos vivos y mineral de rocas,
volverán a la tierra y al agua de la que partieron
envueltas en gotas de lluvia o de rocío.
Golpes del camino y antorchas de libertad,
por este deambular insensato
donde la suerte se reparte
sin balanza de justo o injusto,
sino porque sí, aleatorio capricho,
sin premio ni castigo, sin certezas.

Bienaventurados algunos frente a otros,
¡ay, otros!, ojalá nunca hubieran nacido.
Penar el calvario bajo el firme yugo
de un dios que desoye nuestros rezos
y ofrece la eternidad de un incierto paraíso.
Claro que, a pesar de esta suculenta
promesa,
la mayoría preferimos aguantar aquí
el máximo de tiempo.
Volvamos pues a este salón de culto,
que huele a muerte y aromas artificiales,
olor a carne aún cálida y viva
unida a la tierra como la planta.

Hay un sentir de luto entre los presentes,
¿qué piensan estos que lamentan
tan triste ausencia?
Llevan entre su pena, el miedo agarrado
a los tobillos
como cadena pesada,
el trágico devenir de la vida
y el inevitable y fatídico fin último.
Navegarán estos pensamientos
el océano de tan profusa agua,
así habrá quién esté pendiente
de cómo envejecieron algunos,
calculará con morboso recuento
las probabilidades del próximo.

Otros, vigilantes escudriñadores,
cuestionan la falta de asistencia
de alguien en concreto.
Viajarán sus mentes por recorridos
diversos y ajenos al dolor del adiós,
pasarán de lo trascendental a lo mundano
–como dijo aquel, del corazón a los asuntos–.

Los más prosaicos estarán entretenidos
en cosas pendientes,
quizá matizada su mirada por la emoción
con ánimo más impulsivo de lo acostumbrado,
intentarán ver la vida de otro modo,
menos controlado y temeroso.
Concederán un descanso a sus ansias,
una pequeña redención a su ritmo frenético,
para rendirse al disfrute de las pequeñas cosas,
darle mayor valor a lo inmediato,
enarbolar el carpe diem,
para qué luchar tanto si al final
esto dura dos días y de forma tan dramática.
Mas tan arriesgado optimismo
durará lo que dura el volver a la rutina,
es decir, tal vez, ni un día se salve
de su inesperada locura.

Luego están los que se agobian por todo,
le darán veinte mil vueltas a la cabeza,
ahogados por la continua sensación
de desastre existencial.
Y estos sí que miran a su alrededor,
preocupados en qué breve espacio
ocuparán ese lugar,
un difunto por otro, tal vez, ellos mismos.
Todos llevan su número en el bombo,
así es la vida, una lotería.
Hoy le toca a él, mañana puedes ser tú.

Con ojos fijos en la nada,
permanecen otros tantos,
sujetos al fino hilo de la convicción
de un posible vacío eterno,
con la fútil ilusión de alcanzar
un perdón, ese cielo prometido.
Soñar que el muerto entrará a mejor vida,
mientras en ésta, nuestra generosa memoria
dibuje la imagen benévola del finado
con detalles donde salga favorecido, 
ajustando líneas y echando pelillos a la mar,
componer el cuadro más humano.

Aunque siempre estará el gracioso de turno,
que, entre bromas haga el comentario sarcástico
y saque a relucir el carácter peculiar del anfitrión,
¡ay, que agonía era y, ya ves, para esto!
Pasar tanto en vida,
llorar lágrimas de sangre y sudor
en tan vana lucha,
con este desmerecido resultado,
para que ahora venga a disfrutarlo otro.
¡A vivir, que son dos días!
Y el eco se esfumará en el aire,
disuelto en la realidad cotidiana,
con los mismos hábitos y conductas,
cayendo en los mismos defectos.

Pero bien, volvamos al muerto de nuevo,
que nos espera ahí, calladito, el pobre.
Imaginamos que estará ahí dentro,
en ese ataúd brillante donde reposa
un bonito ramo de flores,
que tendrán su mismo destino, pudrirse.
El sacerdote en el púlpito se prepara
al lado sus monaguillos.
Quizá para dar más empaque al momento,
procurará que la homilía no quede deslucida,
con un bonito sermón de protocolo,
la representación de signo divino
de tan emotiva y espiritual ocasión,
la celebración de la muerte,
aunque poco tenga esto de festivo.
Por más que el cura se explaye
en emocionadas palabras
y promesas de eternidad,
a ver quién contestaría en la encuesta
con un apasionado, sí quiero,
ser el siguiente.
Nadie, ni siquiera el cura,
pondría la cruz en esa casilla.
Casi todos prefieren esperar
ese premio gordo sin impaciencia.

Ahí tenemos al muerto, confiemos
que lo guardaron bien colocadito,
en tan minúsculo espacio,
en el altar, el Cristo y sus adeptos,
abajo, nosotros, pobres desgraciados.
Unos antes, otros después,
acabaremos en ese lugar protagonista,
siempre escaso frente al tiempo infinito.
Todos los que estamos aquí,
sin quedar ni uno fuera,
pasaremos por la guillotina,
donde perderemos la razón y la conciencia
para alzar el vuelo con vaporosa alma
hacia el rumbo de ese ignoto territorio,
siempre pronto para ser iniciado.

Puede que deseen aventurarse,
asomarse a su abismo,
mas saldrán espantados si éste les llama
por su nombre.
Que espere ese lejano país sin continente
ni punto en ningún mapa.
Tendremos la eternidad
para descubrirlo.
Es tan breve esta vida,
tanto lo que promete,
aunque nunca lo cumpla,
porque fugaces son sus encantos
y pecado su lujuria.

El sacerdote se ha levantado con rostro
compungido,
preparado para aliviar este hueco
con el alimento de un dios,
que calme el hambre de ausencia,
camufle el miedo a la oscura incertidumbre,
reconduzca la pena para pasar el mal trago,
aceptando nuestro trágico destino
con el triunfo celestial.
Comienza el discurso introductorio
con el verbo del otro mundo,
hará levantar y sentarse a la audiencia,
nombrará al despedido por su nombre de pila
como si de alguien conocido se tratara.
Sacará detalles del carácter del fallecido,
hablando un rato antes con los familiares.
Experto en la materia,
perfilará a la persona con lo más sobresaliente.
El resto, lo recogerá de la experiencia
en estos menesteres,
repetirá, casi renglón a renglón,
palabras de consuelo,
agarrados a la esperanza al final de nuestros días,
volveremos a reencontrarnos con el ser querido
en ese más allá detrás de esta frontera terrenal.
Allí, dios no hace distingos y otorga
al fin la justa felicidad a sus amados hijos,
nada menos que por un indefinido tiempo.
Todos juntos, padre, madre, hijos, hermanos,
hasta enemigos,
fraternizados por el amor.

El párroco hablará de la entrega
sin egoísmo que este muerto practicó.
Con las condolencias propias,
le asegura que tendrá su beneficio,
la recompensa de salvación,
por obra y gracia del Padre misericordioso.
La fe nos da esa paz,
el saber que allí no habrá distancias
y el bien será su único himno.
Todos formaremos un solo cuerpo
de esencia divina.
Ese hombre vestido con túnica,
adornado con símbolos
para esta situación especial,
porque, sin ser la alegría
de un nuevo ser venido al mundo,
ni la de unión de dos seres,
tampoco la fiesta en comunión
de toda su iglesia en la misa,
éste es el más elevado sacramento,
la alegría de la resurrección
de todos los muertos.
Suerte tiene en dejar de sufrir
en este valle de lágrimas,
para gozar con los ángeles del cielo.

Cuando la emoción se palpaba en el aire,
saboreada la hiel en los labios,
sobre las mejillas alguna lágrima,
aquella manifestación simbólica,
que podría considerarse casi ridícula
por su parafernalia disciplinada,
en ese silencio íntimo,
saltaron por sorpresa,
las notas de un reguetón
que convirtió el momento en un acto grotesco.
Las miradas buscaban inquisitivas
al osado profanador,
se ven rostros ofendidos 
reprendiendo la falta de respeto,
ese defecto de educación
que hace que la gente olvide apagar sus móviles
en contextos tan delicados.
Otros ríen la gracia de la casualidad
aunque la mayoría
censurará tan chocante imprevisto.
Habrá quién, haciendo crítica del pecador
cometa el mismo pecado,
y al tratar de asegurarse apagado si lo tenía,
ironías del destino, le suena el móvil
con una alegre canción del verano.
Ahora le toca agachar la cabeza
y rebuscar en el fondo del bolso
el maldito y traidor teléfono,
sin atinar para silenciarlo,
dejándolo ante la concurrencia reprobadora
en flagrante evidencia.
Se justificará con el vecino de al lado,
echando la culpa al que se le ocurrió
llamar en momento tan inoportuno.

Un muerto y muchos vivos, que serán
tan fiambre como aquel, el día de mañana,
contentos de celebrar hoy la vida,
ser invitados a este peculiar cumpleaños.
Al final, el muerto es el que mejor se ha portado,
mudo como una tumba.

No nos escandalicemos por esta irreverente broma.
En el fondo, ¿no es todo nuestro existir
la más ridícula creencia de un absurdo,
la melodía distorsionada de una realidad patética
que, con ínfulas de emocionarnos,
crea un torpe sentimentalismo
y convierte en una farsa
la única verdad incuestionable?

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