El muerto ha entrado en
escena.
Va el féretro
sobre una bandeja de metal,
igual que un paso de semana
santa
sin costaleros,
llevado por ruedas que marcan
el tétrico recorrido del
pasillo central.
En ese instante, el murmullo
cesa,
callan los asistentes al paso
fúnebre
que ha aparecido en el umbral
ante la oscuridad del salón.
La boca de entrada
llena de luz lo alumbra
como al actor en el escenario.
Llega el novio cadáver junto a
la novia
de muerte en esta boda
macabra.
El ruido metálico de las
ruedas
resuena helando el aliento,
en el templo funcional del
camposanto.
Rostros anónimos, familiares,
conocidos todos del novio,
afectados por la triste
pérdida,
pues aquí quien ganó un hijo
fue el padre de la novia.
Se guarda un respeto
necesario,
impuesto por una norma tácita,
en honor al muerto,
este que, sin embargo, ya no
oye,
ni habla, y al que poco
importa
si reímos o lloramos por él,
o montamos un jolgorio en su
honor.
Así somos los seres humanos,
celebramos cada muerto
bajo fórmulas convenidas
con un ritual ceremonioso.
Una fe que calma el dolor y la
rabia
porque aquí ya todo se acabó,
bien y mal, gozo o
sufrimiento.
Pobre, rico, viejo o joven,
todos llegamos a esta meta,
ligeros de equipaje,
como vinimos al mundo.
Lo pasado vivido queda en las
células
de ese cuerpo corrupto y
efímero,
desperdigadas por el aire,
atrapados sus efluvios por la
atmósfera
en su cósmica órbita.
Serán depositadas sobre la
copa de los árboles,
elemento de cuerpos vivos y
mineral de rocas,
volverán a la tierra y al agua
de la que partieron
envueltas en gotas de lluvia o
de rocío.
Golpes del camino y antorchas
de libertad,
por este deambular insensato
donde la suerte se reparte
sin balanza de justo o injusto,
sino porque sí, aleatorio
capricho,
sin premio ni castigo, sin
certezas.
Bienaventurados algunos frente
a otros,
¡ay, otros!, ojalá nunca
hubieran nacido.
Penar el calvario bajo el
firme yugo
de un dios que desoye nuestros
rezos
y ofrece la eternidad de un
incierto paraíso.
Claro que, a pesar de esta
suculenta
promesa,
la mayoría preferimos aguantar
aquí
el máximo de tiempo.
Volvamos pues a este salón de
culto,
que huele a muerte y aromas
artificiales,
olor a carne aún cálida y viva
unida a la tierra como la
planta.
Hay un sentir de luto entre
los presentes,
¿qué piensan estos que
lamentan
tan triste ausencia?
Llevan entre su pena, el miedo
agarrado
a los tobillos
como cadena pesada,
el trágico devenir de la vida
y el inevitable y fatídico fin
último.
Navegarán estos pensamientos
el océano de tan profusa agua,
así habrá quién esté pendiente
de cómo envejecieron algunos,
calculará con morboso recuento
las probabilidades del
próximo.
Otros, vigilantes
escudriñadores,
cuestionan la falta de
asistencia
de alguien en concreto.
Viajarán sus mentes por
recorridos
diversos y ajenos al dolor del
adiós,
pasarán de lo trascendental a
lo mundano
–como dijo aquel, del corazón
a los asuntos–.
Los más prosaicos estarán
entretenidos
en cosas pendientes,
quizá matizada su mirada por
la emoción
con ánimo más impulsivo de lo
acostumbrado,
intentarán ver la vida de otro
modo,
menos controlado y temeroso.
Concederán un descanso a sus
ansias,
una pequeña redención a su
ritmo frenético,
para rendirse al disfrute de
las pequeñas cosas,
darle mayor valor a lo
inmediato,
enarbolar el carpe diem,
para qué luchar tanto si al
final
esto dura dos días y de forma
tan dramática.
Mas tan arriesgado optimismo
durará lo que dura el volver a
la rutina,
es decir, tal vez, ni un día se
salve
de su inesperada locura.
Luego están los que se agobian
por todo,
le darán veinte mil vueltas a
la cabeza,
ahogados por la continua
sensación
de desastre existencial.
Y estos sí que miran a su
alrededor,
preocupados en qué breve
espacio
ocuparán ese lugar,
un difunto por otro, tal vez,
ellos mismos.
Todos llevan su número en el
bombo,
así es la vida, una lotería.
Hoy le toca a él, mañana
puedes ser tú.
Con ojos fijos en la nada,
permanecen otros tantos,
sujetos al fino hilo de la
convicción
de un posible vacío eterno,
con la fútil ilusión de
alcanzar
un perdón, ese cielo
prometido.
Soñar que el muerto entrará a
mejor vida,
mientras en ésta, nuestra
generosa memoria
dibuje la imagen benévola del
finado
con detalles donde salga
favorecido,
ajustando líneas y echando
pelillos a la mar,
componer el cuadro más humano.
Aunque siempre estará el
gracioso de turno,
que, entre bromas haga el
comentario sarcástico
y saque a relucir el carácter
peculiar del anfitrión,
¡ay, que agonía era y, ya ves, para esto!
Pasar tanto en vida,
llorar lágrimas de sangre y sudor
en tan vana lucha,
con este desmerecido resultado,
para que ahora venga a disfrutarlo otro.
¡A vivir, que son dos días!
Y el eco se esfumará en el
aire,
disuelto en la realidad
cotidiana,
con los mismos hábitos y
conductas,
cayendo en los mismos
defectos.
Pero bien, volvamos al muerto
de nuevo,
que nos espera ahí, calladito,
el pobre.
Imaginamos que estará ahí
dentro,
en ese ataúd brillante donde
reposa
un bonito ramo de flores,
que tendrán su mismo destino,
pudrirse.
El sacerdote en el púlpito se
prepara
al lado sus monaguillos.
Quizá para dar más empaque al
momento,
procurará que la homilía no
quede deslucida,
con un bonito sermón de
protocolo,
la representación de signo
divino
de tan emotiva y espiritual
ocasión,
la celebración de la muerte,
aunque poco tenga esto de
festivo.
Por más que el cura se explaye
en emocionadas palabras
y promesas de eternidad,
a ver quién contestaría en la
encuesta
con un apasionado, sí quiero,
ser el siguiente.
Nadie, ni siquiera el cura,
pondría la cruz en esa
casilla.
Casi todos prefieren esperar
ese premio gordo sin
impaciencia.
Ahí tenemos al muerto,
confiemos
que lo guardaron bien
colocadito,
en tan minúsculo espacio,
en el altar, el Cristo y sus
adeptos,
abajo, nosotros, pobres
desgraciados.
Unos antes, otros después,
acabaremos en ese lugar
protagonista,
siempre escaso frente al
tiempo infinito.
Todos los que estamos aquí,
sin quedar ni uno fuera,
pasaremos por la guillotina,
donde perderemos la razón y la
conciencia
para alzar el vuelo con
vaporosa alma
hacia el rumbo de ese ignoto
territorio,
siempre pronto para ser
iniciado.
Puede que deseen aventurarse,
asomarse a su abismo,
mas saldrán espantados si éste
les llama
por su nombre.
Que espere ese lejano país sin
continente
ni punto en ningún mapa.
Tendremos la eternidad
para descubrirlo.
Es tan breve esta vida,
tanto lo que promete,
aunque nunca lo cumpla,
porque fugaces son sus
encantos
y pecado su lujuria.
El sacerdote se ha levantado
con rostro
compungido,
preparado para aliviar este
hueco
con el alimento de un dios,
que calme el hambre de
ausencia,
camufle el miedo a la oscura
incertidumbre,
reconduzca la pena para pasar
el mal trago,
aceptando nuestro trágico
destino
con el triunfo celestial.
Comienza el discurso
introductorio
con el verbo del otro mundo,
hará levantar y sentarse a la
audiencia,
nombrará al despedido por su
nombre de pila
como si de alguien conocido se
tratara.
Sacará detalles del carácter
del fallecido,
hablando un rato antes con los
familiares.
Experto en la materia,
perfilará a la persona con lo
más sobresaliente.
El resto, lo recogerá de la
experiencia
en estos menesteres,
repetirá, casi renglón a
renglón,
palabras de consuelo,
agarrados a la esperanza al final de nuestros días,
volveremos a reencontrarnos con el ser querido
en ese más allá detrás de esta frontera terrenal.
Allí, dios no hace distingos y otorga
al fin la justa felicidad a sus amados hijos,
nada menos que por un indefinido tiempo.
Todos juntos, padre, madre, hijos, hermanos,
hasta enemigos,
fraternizados por el amor.
El párroco hablará de la
entrega
sin egoísmo que este muerto
practicó.
Con las condolencias propias,
le asegura que tendrá su
beneficio,
la recompensa de salvación,
por obra y gracia del Padre misericordioso.
La fe nos da esa paz,
el saber que allí no habrá
distancias
y el bien será su único himno.
Todos formaremos un solo
cuerpo
de esencia divina.
Ese hombre vestido con túnica,
adornado con símbolos
para esta situación especial,
porque, sin ser la alegría
de un nuevo ser venido al
mundo,
ni la de unión de dos seres,
tampoco la fiesta en comunión
de toda su iglesia en la misa,
éste es el más elevado
sacramento,
la alegría de la resurrección
de todos los muertos.
Suerte tiene en dejar de
sufrir
en este valle de lágrimas,
para gozar con los ángeles del
cielo.
Cuando la emoción se palpaba
en el aire,
saboreada la hiel en los
labios,
sobre las mejillas alguna
lágrima,
aquella manifestación
simbólica,
que podría considerarse casi
ridícula
por su parafernalia
disciplinada,
en ese silencio íntimo,
saltaron por sorpresa,
las notas de un reguetón
que convirtió el momento en un
acto grotesco.
Las miradas buscaban
inquisitivas
al osado profanador,
se ven rostros ofendidos
reprendiendo la falta de
respeto,
ese defecto de educación
que hace que la gente olvide
apagar sus móviles
en contextos tan delicados.
Otros ríen la gracia de la
casualidad
aunque la mayoría
censurará tan chocante
imprevisto.
Habrá quién, haciendo crítica
del pecador
cometa el mismo pecado,
y al tratar de asegurarse
apagado si lo tenía,
ironías del destino, le suena
el móvil
con una alegre canción del
verano.
Ahora le toca agachar la
cabeza
y rebuscar en el fondo del
bolso
el maldito y traidor teléfono,
sin atinar para silenciarlo,
dejándolo ante la concurrencia
reprobadora
en flagrante evidencia.
Se justificará con el vecino
de al lado,
echando la culpa al que se le
ocurrió
llamar en momento tan
inoportuno.
Un muerto y muchos vivos, que
serán
tan fiambre como aquel, el día
de mañana,
contentos de celebrar hoy la
vida,
ser invitados a este peculiar
cumpleaños.
Al final, el muerto es el que
mejor se ha portado,
mudo como una tumba.
No nos escandalicemos por esta
irreverente broma.
En el fondo, ¿no es todo
nuestro existir
la más ridícula creencia de un
absurdo,
la melodía distorsionada de
una realidad patética
que, con ínfulas de
emocionarnos,
crea un torpe sentimentalismo
y convierte en una farsa
la única verdad
incuestionable?
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