Cuando el espíritu ansía la
noche
en lugar del día,
vive en un cuerpo triste o
cansado.
No hablamos de aquellos a los
que la oscuridad
les protege en un cielo luminoso,
anima sus pasiones y viven
intensamente
entre esas cálidas tinieblas
como vapores que insuflan
anhelos
y excitan sus ardientes
corazones.
Aquellos, sin embargo, cuyo
debilitado apresto
no resiste la conciencia,
igual que pierde firmeza un
tejido,
dominan mejor las batallas de
los sueños
y las afrontan con más valor
que contra los soldados de la
rutina,
lucha feroz con el cruel
guerrero
de nuestro destino.
Navegan en paz sin daños por
el océano
extraño y oscuro
de nuestra subconsciencia,
sumergidos en el esperpéntico
paisaje
de sus símbolos,
orientados por las estrellas
oníricas.
Los monstruos de ese mágico
bosque
crean terrores que estremecen
su diurna confianza,
aunque al despertar se
transfiguren en etéreas sombras.
El sol los libera de su cárcel,
a pesar de persistir algunas
pequeñas partículas
de su sustancia
arrinconándose entre sus
vísceras,
hendiendo el torrente de
sensaciones
sin desbordar su lecho.
Durante horas les pellizcan la
piel,
hasta que su violencia se
vuelve mansa caricia.
Nada tienen que ver estos
miedos
con los que en la claridad se
ocultan:
traicioneros, de perversas
intenciones,
aún más peligrosos.
Desangrando,
con muerte dulce matan,
A este otro lado del horizonte
nocturno,
implacables asesinos acechan
para caer
sobre nosotros cuanto más
despreocupados estemos.
¡Muerto el espíritu, muerta la
carne!
Triste y cansado espíritu que
busca con el reposo
calmar al cuerpo ante la
hambrienta
fiera de la vida.
Pero a aquel animal malherido
que comienza a oler a muerte,
pronto le rondan los buitres
con su danza fúnebre.
Vencido, acudirán sin piedad
a despedazar
al espíritu más fuerte.
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