Uno intenta buscar entre las
palabras
aquellas más jóvenes, con aire
de lozanía,
que esparcen aromas frutales
y seducen con la mirada.
Pero, por ser tan golosas,
todos las quieren
y se vuelven, como amapolas
manoseadas,
de macilenta piel y ajado
aspecto.
Las palabras se repiten
como pesada digestión.
Son como un viejo mueble
cubierto de polvo,
sin brillo, ocultando bajo el
velo
su verdadera y auténtica
belleza.
Decepcionado, rebuscas por
cajones
reliquias de un pasado,
como aquella pequeña caja de
música,
objeto delicado y único de
singular belleza,
que guarda las notas de una
hermosa melodía.
Todos bebemos del mismo pozo,
apenas surge, de vez en
cuando,
una piedra preciosa de su
profundidad.
Al final, en la laguna pobre
donde nadamos
hallar peces que nos alimenten
en sus turbias aguas
es tan difícil como encontrar
la perla pura y genuina.
De modo que, cogemos ese
vestido
algo anticuado, de la abuela,
pasado de moda y hartos de su
estilo escueto,
tratamos de darle un aire
renovado.
De la manga larga sacamos un
volante,
quitamos botones, ponemos cremalleras,
alargamos o acortamos según se
lleve,
zurcimos algún desperfecto,
y, en su lugar, colocamos un
lazo
o una bonita flor,
dando al conjunto una
improvisada imagen
de exquisita elegancia.
La ilusión de crear con rimado
equilibrio
otra mirada de las cosas,
como si se tratara de un
estreno,
el lenguaje de esa estructura
anodina,
adquiere una nueva expresión
y su figura, con primoroso
giro,
recupera un esplendor
exultante.
Las líneas recompuestas y el
orden alterado
consiguen que las limitaciones
de origen desaparezcan.
Con este nuevo diseño,
corregidos los fallos,
disimulados los defectos,
se dibuja una silueta
soberbia,
que haga sobresalir, en lo
posible,
sus méritos.
Por lo general,
son más los alardes de
apariencia,
la capacidad y el talento de extraer
el máximo encanto.
Es el sutil adorno de
volantes,
pliegues y frunces,
lo que da al vuelo de la falda
el grácil y rítmico
movimiento.
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