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sábado, 3 de febrero de 2018

La fotografía del padre



Cuando la muerte le dio varios avisos
tuvo la conciencia de que pronto
vendría a buscarle.
Repartió entre sus hijos aquella fotografía
con la que quería ser recordado,
cuando aún el invierno
no había cubierto su cima de canas.
El pelo negro peinado con el tupé de moda
y los rasgos maduros,
con semblanza de actor famoso,
todavía dispuesto a la escena.
Seguramente en esa imagen
él se reconocía más que en aquellas otras
donde la vida había dibujado en su rostro
el sufrido caminar
y sus senderos se cubrieron
con señales de deterioro y cansancio.
Ese marco, donde aparecía
en tonos blanco y negro,
como los restos de memoria
de un corto pasado,
contenía para él, por el contrario,
toda la eternidad de su herencia.
Jugaba con él la muerte
al cuento del lobo,
hasta que un día por fin vino
y se comió todo su rebaño.
Como en altar que dirige
la devoción de un creyente,
luce en la casa de sus vástagos
la fotografía elegida.
Él, por vanidad humana,
prefirió que fuera esta el ancla
que no se llevase su barca al olvido.
Son, sin embargo, aquellas otras
que entre álbumes se esconden,
aquellas que la juventud
desprecia porque lo viejo es feo,
las que guardan la verdadera belleza
que la vida ha sembrado en la mirada
donde lleva en sus raíces los sedimentos
que las lluvias del tiempo acumularon
en su savia gastada y amarillenta.
Luchando hasta el último instante
contra el viento que vencía su tronco,
poco a poco, su lomo rozaba la tierra
que fue impulso y sería su tumba.
Esos ojos tristes que llevan el peso
del dolor de los pasos,
la carga que la vida nos pone a la espalda,
tiene más de eterna grandeza
que la perfección de una lisa superficie,
pues estos surcos contienen en su profundo cauce
el esfuerzo y la entrega en la lucha
y la dura resistencia ante la muerte.

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