Aún quedan restos de migas de
pan
sobre la mesa
y se apresura en mi pesadez
el continuo ritual tras el
fugaz fin de semana.
Se muerden la cola los días, y
se hace roca firme
un tremendo cansancio.
La clara mañana no ha entrado
en la estancia,
se hace necesario tener la luz
encendida.
Subo las escaleras sin las
fuerzas renovadas
tras el descanso nocturno
y veo mi triste imagen en el
espejo
que refleja el espacio con una
belleza inusitada.
La luz del aplique en la
pared,
lánguida como mano de
doncella,
brilla más intensamente sobre
esa lámina fría
que envuelve en nácar la
realidad.
Parece radiante y tan hermosa
como recién estrenada
y enciende una llamarada de
claridad de aurora.
Sin la capa de polvo
que cubre las baldas de las
estanterías,
que como siglos reposa
sobre la silenciosa procesión
de los libros,
se ha eliminado
el sedimento que el paso del
tiempo
deposita sobre el paisaje de
las cosas,
ese polvo gris y esa inespecífica
miscelánea
que envuelve los residuos en
irreconocibles pelusas aladas,
como duendes que habitan entre
sus territorios.
Mientras avanzo, escalón tras
escalón,
como se hace un camino sin fe
en una meta,
me sumerjo en ese espacio
limpio del cristal,
en el que mi presencia, sin
embargo,
no recupera la misma frescura
de los objetos.
O tal vez sea esta mirada
apagada,
la capa dura de estos párpados
que, como hojas de otoño, la tierra
cubren,
impidiendo ver la todavía
verde hierba.
Y sus grises mañanas ya frías,
alejadas de un cálido verano,
se muestran cubiertas de
bruma.
La vida ha ido depositando esa
densa humedad
que un sol deslucido y débil
no logra derretir como antes
lo hacía.
Miro al frente a ese cielo
luminoso
y viene a mi memoria
la belleza de aquella otra
imagen
guardada en la neblina de los
recuerdos,
tan lejana en su horizonte que
casi se pierde
en la línea difusa de la
distancia.
Dentro del taxi, a la espera
de ser trasladado a casa
después del trabajo,
en el espejo retrovisor, el
mundo presente
parecía ajeno a su propia
realidad.
Una lluvia elástica y fina
diluía la luz de la plaza,
como ojo miope, desdibujaba
los contornos
en el oscuro fondo de la noche
y convertía el disco perfecto
de la luna
en acuosa espuma plateada.
Así, el instante se vestía con
un velo traslúcido
como si traspasara la
consciencia real
y entrara a un espacio mágico,
con el halo misterioso de los
sueños,
pero sin la extraña medida de
los elementos oníricos.
Al otro lado, quedaba el pulso
de la existencia,
poco a poco su actividad se
relajaba,
se disolvía igual que la sal,
cesaba el trajín humano,
menguándose el sonido
mientras se hacía más amplio
aquel entorno cóncavo.
Tras echar las rejas de los
establecimientos,
un reloj melancólico y rancio
de pueblo,
como un eco lejano, nos
recordaba
que estábamos despiertos en el
embrujo de ese universo
que brillaba sin el polvo de
los días.
El compás silencioso de las
gotas de lluvia
formaba pequeños ríos en los
cristales
y, apenas protegido del frío
exterior,
en el cobijo de la coraza
mecánica,
la soledad lo llenaba todo,
esa compañía hueca, reconocida
desde la infancia,
donde golpean en el vacío de
su campana
las impetuosas horas.
Sólo los seres puros viven
tras el espejo
y sus almas en el brillante
reflejo de sus aguas
se hacen más visibles.
Son peces diáfanos navegando
en su fondo
con la llama clara de la
aurora.
Alegres luciérnagas siembran
de polvo de estrellas la noche
oscura.
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