p e r f i l e s d e c i u d a d

lunes, 5 de febrero de 2018

Mañana de lunes



Aún quedan restos de migas de pan
sobre la mesa
y se apresura en mi pesadez
el continuo ritual tras el fugaz fin de semana.
Se muerden la cola los días, y se hace roca firme
un tremendo cansancio.
La clara mañana no ha entrado en la estancia,
se hace necesario tener la luz encendida.

Subo las escaleras sin las fuerzas renovadas
tras el descanso nocturno
y veo mi triste imagen en el espejo
que refleja el espacio con una belleza inusitada.
La luz del aplique en la pared,
lánguida como mano de doncella,
brilla más intensamente sobre esa lámina fría
que envuelve en nácar la realidad.
Parece radiante y tan hermosa como recién estrenada
y enciende una llamarada de claridad de aurora.
Sin la capa de polvo
que cubre las baldas de las estanterías,
que como siglos reposa
sobre la silenciosa procesión de los libros,
se ha eliminado
el sedimento que el paso del tiempo
deposita sobre el paisaje de las cosas,
ese polvo gris y esa inespecífica miscelánea
que envuelve los residuos en irreconocibles pelusas aladas,
como duendes que habitan entre sus territorios.

Mientras avanzo, escalón tras escalón,
como se hace un camino sin fe en una meta,
me sumerjo en ese espacio limpio del cristal,
en el que mi presencia, sin embargo,
no recupera la misma frescura de los objetos.
O tal vez sea esta mirada apagada,
la capa dura de estos párpados
que, como hojas de otoño, la tierra cubren,
impidiendo ver la todavía verde hierba.
Y sus grises mañanas ya frías,
alejadas de un cálido verano,
se muestran cubiertas de bruma.
La vida ha ido depositando esa densa humedad
que un sol deslucido y débil
no logra derretir como antes lo hacía.

Miro al frente a ese cielo luminoso
y viene a mi memoria
la belleza de aquella otra imagen
guardada en la neblina de los recuerdos,
tan lejana en su horizonte que casi se pierde
en la línea difusa de la distancia.
Dentro del taxi, a la espera
de ser trasladado a casa después del trabajo,
en el espejo retrovisor, el mundo presente
parecía ajeno a su propia realidad.
Una lluvia elástica y fina diluía la luz de la plaza,
como ojo miope, desdibujaba los contornos
en el oscuro fondo de la noche
y convertía el disco perfecto de la luna
en acuosa espuma plateada.
Así, el instante se vestía con un velo traslúcido
como si traspasara la consciencia real
y entrara a un espacio mágico,
con el halo misterioso de los sueños,
pero sin la extraña medida de los elementos oníricos.
Al otro lado, quedaba el pulso de la existencia,
poco a poco su actividad se relajaba,
se disolvía igual que la sal,
cesaba el trajín humano,
menguándose el sonido
mientras se hacía más amplio aquel entorno cóncavo.
Tras echar las rejas de los establecimientos,
un reloj melancólico y rancio de pueblo,
como un eco lejano, nos recordaba
que estábamos despiertos en el embrujo de ese universo
que brillaba sin el polvo de los días.
El compás silencioso de las gotas de lluvia
formaba pequeños ríos en los cristales
y, apenas protegido del frío exterior,
en el cobijo de la coraza mecánica,
la soledad lo llenaba todo,
esa compañía hueca, reconocida desde la infancia,
donde golpean en el vacío de su campana
las impetuosas horas.

Sólo los seres puros viven tras el espejo
y sus almas en el brillante reflejo de sus aguas
se hacen más visibles.
Son peces diáfanos navegando en su fondo
con la llama clara de la aurora.
Alegres luciérnagas siembran
de polvo de estrellas la noche oscura.


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