Volveré a creer en ese gnomo
que corre por la orilla del
mar,
mientras la playa de otoño,
desierta,
limpió de huellas la arena.
Vuelven ligeros y alegres
estos gnomos, que salen por
fin
de sus escondrijos,
tras el bullicioso verano,
bajo las dunas que
construyeron
las mareas.
Nadie sabe dónde se esconden
cuando transitan frenéticos
los cuerpos pesados de los
humanos,
cómo perderse de aquel
griterío
que inunda la paz de su territorio,
cómo taparán sus oídos pequeños
el escándalo de esos insólitos
quehaceres.
Huyeron de aquel paisaje un
día
señalado, quizá, en algún
calendario,
o quién sabe si fui yo el
único desertor.
Sólo sé que dejé de ver sus diminutos
pasos,
que la gente, en su locura,
confundía
con pisadas de gaviotas.
Ya no corrían por simple
placer,
porque jamás torturarían sus
cuerpos
con actividades absurdas,
prefieren sus despreocupados
asuntos,
vivir de risas y volteretas,
como saltimbanquis locos.
Nunca temieron ser vistos,
privilegio que conceden
a quien sabe y desea ver.
Van con sumo cuidado,
esquivando los poderosos pies,
peores que olas en una
tormenta,
que destruyen y avasallan,
pues nada respetan esos
gigantes vanidosos.
Yo, que tuve la suerte
de distinguir uno de ellos,
que capturé el instante de
gracia,
perdí ese don en este
recorrido
de encuentros y fortuitos desencuentros,
donde el azar baila con
nosotros.
Hoy intento recuperar,
entre los escombros de la
lógica,
los espacios donde levantaron
sus vidas,
protegidos de nuestra soberbia
destructora.
Busco, confiado en hallar las
señales,
reconocer en mapa tan
escurridizo
las marcas de su danza
estrafalaria,
alcanzar desde lejos sus
ligeras figuras,
bajo la soledad mágica de la
playa,
descubrir cómo palpita su
universo
sobre la arena tibia.
Ellos, que temen nuestras
urgencias,
vuelven al tranquilo invierno
como niños juguetones,
a recuperar la inocencia
perdida,
festejan la vida sin
condicionamientos,
sin añadir más ordenes que las
dictadas
por el ignoto e infinito
cosmos.
Volveré a creer en ellos,
en el espejismo que fue más
verdad
que el espejo de nuestras
realidades.
Recuerdo aquel hermoso día,
cuando el otoño trae su aire
frio
y el mar tiene un azul intenso,
la espuma blanca de las olas
como nubes en ese cielo
salado.
Al calor del bar, con su ruido
de fondo,
un disco sonaba mientras llegaba
el ocaso,
nadie creería mi historia
ingenua,
pero yo sé lo que vi,
casi acariciado por la orilla,
un gnomo corría a lo lejos,
la playa serena y bella
en un melancólico atardecer.
La tozuda razón negaba mis
sentidos
y el sueño duró un leve
aliento.
¡Demasiada tierra volcada en
esta tumba!
Ahora arrancaré las telarañas
de los certeros argumentos de
mentiras
que levantan andamios
delante de los bellos
edificios,
esqueletos de hierro que
ocultan sus almas,
ciegos para ver, aislados para
ser vistos.
Dejaré las ventanas abiertas
de mi mente,
descubriré sus paseos
cotidianos,
y, no por prisa, correré sin
miedo,
simplemente por el hecho,
de que existo.
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