Tras bulevares y barras
americanas, la vieja prostituta puso la fe en su bella pupila, jugoso y
atractivo reclamo para su promesa de futuro, la esperanza embutida en ajustado
traje y de impostora cabellera dorada como espigas de trigo. Con presencia
estudiada, ocultaba a la incauta presa su extrema penuria con anzuelo de
sucedáneo de caviar. Tenía bien aprendidas las artimañas de virtuosa pecadora,
con una madre diestra en tan artesana profesión. Buscaba en la hija el desquite
de su fracaso, abandonar para siempre su cruel destino. Atada por un hilo de
seda, su dulce ángel lograría alcanzar la recompensa soñada, conseguir para
ambas un buen partido. El infortunio de un pasado le entregó en los brazos esta
hermosa criatura, redentora de su miseria, instruida para su designio cuando
apenas era una niña. No tuvieron a mano mejor opción para buscar la suerte, y
la hallaron entre los sinuosos contornos de aquellos hermosos muslos.
Rastreando
el mercado más propicio, en aquel puerto recalaron donde llegaba el producto
extranjero, de buena calidad y resultados prometedores. Equipadas con pocas
pertenencias metidas en bolsas de plástico, la doncella y la vieja celestina,
sin más techo que el cielo y por suelo, la tierra, instalaron su puesto de
vigilancia. El lugar cercano al género que pensaron más resguardado fue el
hueco de unas escaleras de un humilde bloque de pisos, para no desentonar
demasiado. Desahuciada a los pocos días de instalarse en aquel acogedor rincón
por la queja de una vecina a la que molestaba tenerlas puerta con puerta, se
alojaron entonces en el patio trasero del edificio. Montaron su refugio con
unos paños viejos y unos pocos cartones, allí el salón y la entradita, allí la
cocina y el cuarto de baño.
Por las
tardes, la chica se duchaba con un cubo de agua que se echaba por encima. A
través de los estrechos tragaluces del descansillo de las escaleras era
observaba por los críos como algo exótico y curioso. Luego salía tan hermosa
como una sirena. Lucía un bonito vestido que marcaba su silueta sensual,
llevaba cardada la melena rubia, los ojos con líneas negras y los labios
pintados de rojo intenso. Los tacones altos marcaban a su paso un tiempo
rítmico acompasado por el contoneo de caderas. Los hombres del barrio la
contemplaban, fuera de su alcance, con lascivia y las mujeres la escudriñaban
con envidia y recelo.
Como una
heroína marchaba hacia su objetivo, con estiloso encanto, trabajado a pulso y a
lágrimas. Puesta, con firme empeño, en tan duras condiciones, toda la carne en
el asador, llevaba custodiada el alma en una nube blanca de fantasía. La
vergüenza protegida en tan frágiles tabiques era a la vez la fuerza que
impulsaba su sórdida determinación. Iba al encuentro de su ejército, preparada
para vencer en este combate.
–Mejor con
muchos galones, hija –le aconsejaba la vieja–. No te fijes en su belleza o
juventud, sino en sus bolsillos abultados y modales de caballero.
Salir a la
calle, cuando ya estaba en ella, a buscar los rubios auténticos, los fornidos
militares forrados de dólares, dibujaba tan ansiada quimera: una casa grande
llena de muebles, bonitas prendas y alhajas, con un enorme frigorífico cargado
de comida.
Un día se
marcharon para siempre de aquel rincón precario y triste. Corría por el barrio
el rumor de que la moza encontró el premio gordo, un yanqui con muchas
condecoraciones. Juntos los tres, madre política, señora de y capitán,
marcharon más allá del océano hacia la tierra prometida donde dejaron atrás el
frío, el miedo, el dolor, el hambre de todo y el humillante polvo del camino.
¿Fue merecido
o no, este triunfo?, ¿salieron victoriosas de esta apuesta? Nunca lo sabremos,
la memoria lo retiene con este borne apoteósico de puntos suspensivos, la vida
pondrá el definitivo cierre, la linde hacia el olvido y la nada.
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