confiada, serena,
el dulce hogar que nos cobija.
Tras la puerta se halla la
amenaza
de un lobo.
Ha llamado a otros timbres,
a veces violentó sus ventanas,
invadía entonces sus espacios,
mordía los muebles,
destripaba el colchón,
se revolcaba entre las
sábanas,
defecaba por todos lados
y dejaba los cuerpos
bañados en sangre.
Luego venía el cazador,
zurcía sus desgarraduras
recomponiendo el daño
de tan horrible ignominia.
Recuperadas las fuerzas,
algunos, los salvados de la
muerte,
levantaron de nuevo sus
castillos.
Tuvieron que limpiar de babas
todas las paredes y objetos,
esas íntimas pertenencias,
manchadas de su ira,
que se adhieren a nuestro
cuerpo
como una segunda piel.
Tiraron las prendas
despedazadas
que les vistieron en otras
estaciones,
para cubrirse con pellejo
curtido,
barrieron de todos los
rincones
sus inmundicias y continuar
sin volver a ser los mismos.
Colgaron de la puerta,
después de la escaramuza,
el cartel de hogar, dulce hogar.
Vigilemos tras los visillos,
espiemos por la mirilla,
a cualquier ruido alerta,
pendientes del camino de
entrada
a nuestro refugio,
donde, al amparo de sus muros,
fuimos un tiempo felices,
temerosos siempre,
siempre,
de cuándo volverá a atacarnos.
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