No recuerdo qué paisajes
vieron mis ojos.
Al salir de la estación,
cuando emprendí este viaje,
entre el hollín y el ruido de
sus calderas,
llegaban a mí el alboroto de un
gentío
y el sinsabor de la despedida
de un lugar que si dejó
huellas,
no tuvieron formas en mi
mente.
Con el tiempo me acostumbré al
traqueteo
que agitaba mi cuerpo en el
asiento duro.
En el trayecto recogí la
memoria
de las secuencias de imágenes
de aquel territorio de
entornos variados,
prados verdes y frondosos
y desiertos áridos y vacíos.
Perdía mi vista de los
espacios
que iban quedando atrás
en el largo recorrido
y las serpenteantes vías se
desdibujaban
entre la neblina de la
distancia,
me hacían dejar entre los
recuerdos
lo vivido para poner la mirada
en los brazos de herrumbre
sinuosos y extendidos
hacia el prometedor horizonte.
No pude evitar que la noche
echara
su manto oscuro sobre los
campos.
A veces, una luna llena
delimitaba sus contornos,
y el alegre día tardaba en
llegar.
Comenzó el tren por numerosos
túneles,
en su cielo negro no pendía
ninguna luz
y, kilómetro tras kilómetro,
la tristeza de aquella nada
oscura
inundaba con fuerza mi
desánimo.
El alborozo vital de los
inicios
se ahogó como el alegre
silbido del tren
en aquel gusano hueco y
cóncavo.
Aquel
alegre guerrero con ardor jovial,
que
seguía su ruta con el rítmico paso,
cargado
del brío de un espíritu soñador
con
el que emprendió su aventura,
cayó
víctima de su fervoroso entusiasmo.
Y
sus precoces pero concienzudos enemigos,
el
polvo del camino,
el
óxido que trajeron las lluvias,
la
grasa negruzca de un carbón quemado,
fueron
conquistando sus piezas,
y
la firme coraza de sus límites
sucumbió
al cansancio,
perdiendo
hasta el sueño en el intento
de
un avance incierto y sin retorno.
Torturaba
mi cabeza el renquear
de
las tuercas de su maquinaria.
Quedaban
ya pocas provisiones en su caldera
y
contaba con una única solución para resistir
el
envite de la contaminadora desesperanza,
un
ejército aniquilador
de
afanados soldados,
cargados
de pertinaz energía,
atrincherados
tras una fina película de celulosa,
atacaban
con controlado armamento al enemigo
con
balas de sucedánea química.
Aunque
perdida la batalla,
suponía
un descanso en tan feroz ataque.
Estoy en este tren que no
parará
hasta que llegue a su destino.
Confié durante un tiempo
en volver a ver la luz al
final
de esta larga galería.
Se han cegado mis ojos
ante tanta negrura.
Al principio intenté luchar
contra esa pesadumbre con uñas
y dientes,
di patadas a un muro invisible
que nunca derribaba.
Cada vez más fantaseo con la
idea
de rendirme e inmolar mi
cuerpo
ante la fuerza de su impulso,
que me lleve donde desee.
Soy pasajero con famélica alma
dirigido por el foco de su
testero,
avanzo hacia una oscuridad
pétrea,
obligado a su impulso,
a seguir siempre hacia
adelante.
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