Eran la cinco de la madrugada,
salía del toril el astado.
Una vez más me enfrento
a este toro bravo llamado
insomnio.
Con quinientos kilos de peso,
pisa con seguridad la plaza,
busca mi cuerpo con salvaje
ahínco,
puro instinto le dirige.
Sin espada ni capote
nos batimos en mortal duelo
en el ruedo de mi cama.
Eran la cinco de la madrugada,
me agito sobre la arena
de este lecho infernal,
revolcado por sus incisivas
cornadas.
De las gradas llega el vocerío
de ecos de cotidiana
pesadumbre
que retumban en mi cerebro
hasta las entrañas de mis
neuronas,
vertiendo veneno amargo
en la dulce calma del sueño.
En el silencio de la noche,
atronan los abucheos y pitidos
desde el palco,
acusando mis fracasos y
faltas.
Esa gran mole viene a por mí,
ha localizado su enemigo
fija sus ojos profundos y
nobles,
y veo en el abismo de su
mirada
mis propios miedos y soledad.
Se acerca sin trampas ni
engaños,
su cabeza gacha anuncia la
embestida,
escarba con sus patas traseras
levantando el polvo.
Inicia sus pasos la
trayectoria,
su recio porte de firmes
hechuras
se dirige al ataque limpio y
honesto
mientras yo lo espero,
protegido en este burladero
precario,
con cálido lienzo de algodón,
que me cubre,
sobre el albero de mis sábanas
donde han quedado las huellas
de mi desvelo.
La densa oscuridad deja libre
mis temores
que rondan la desgracia que se
avecina.
Mi corazón atenazado espera el
desenlace.
Él es más fuerte que yo,
asumo sin remedio su triunfo.
Con los rayos primeros del
alba
sacan los cabestros la aurora
y se resiste el cansancio a
seguirles.
Frena mi voluntad su amenaza,
lanzan al vuelo los primeros
pañuelos blancos,
pide la galería a coro mi
muerte.
Clava la bestia su fría asta
en mi pecho,
agonizo sin esperanza,
arrastran mis despojos los
caballos
para entregarme al matadero
del nuevo día.
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