Estas siluetas vestidas de
oscuro,
graciosas formas de curvas
sinuosas,
extravagantes y retorcidas
líneas,
marcando sobre el papel su
paso
continuo y pautado,
dibujando un recorrido recto y
horizontal,
con estudiada precisión,
procuran no perder nunca el
equilibrio.
Algunas, caprichosas o
nerviosas,
bajan y suben, saliéndose
del camino rectilíneo,
inclinadas a la revolución,
contestatarias,
aunque dentro siempre de un
orden.
La mano ejerce giros
artísticos,
dirigiendo la batuta para
crear
en su pentagrama de sonidos
la expresión escrita perfecta.
Una hoja, como sábana limpia,
se deja amar por las palabras
lanzadas a su lecho con
movimientos
sensuales, casi eróticos.
En ocasiones, la letra oficial
se impone,
el rígido escribiente de
formulismo legal
coge escrupuloso entre sus
dedos
el bolígrafo que guarda en un
cajón
entre papeles con membretes.
Aquellos otros, con costumbres
monacales,
de manos lánguidas y blancas,
donde el sol no posó jamás sus
caricias,
mantienen un diálogo casto.
Donde unos ejercen un
idealismo platónico,
otros buscan el amor carnal.
Manos de profanos apuntando el
dedo
sobre inventarios y registros,
analfabetos con torpe
ejercicio
dejan en su marcha deformadas
redondeces,
grandes, ampulosos cuerpos sin
ritmo,
con la peculiar ternura
del dibujo de un infante.
En la rúbrica, la tinta se explaya
con efervescencia creativa.
Lanza llamas fugaces de mago,
un sentir poético que
trasciende la materia,
el artista malabarista de los
fonemas,
que son juguete entre sus
manos,
semilla sobre su tierra,
donde florecen las más bellas
palabras,
elevadas a los altares por su
pluma,
ligera y simple como la voz
del aire,
profunda y verdadera como la
esencia del alma.
Ahora, la ortográfica y pulcra
escritura
de renglones con trazos que
siguen
la raya invisible,
cuadriculado grafema con
nombres
extraños y exóticos,
fijos sus espacios, firmes
como ejército
de soldados obedientes y
costumbres
castrenses.
Quedan marginados la mina de granito,
la tinta líquida fluyendo
sobre el papel
desgastada por el uso,
los errores difíciles de
ocultar,
dejando su huella igual que la
sombra de un pecado.
Se pierden en el olvido,
apenas sin percatarnos,
aquellos manuales de
caracteres caligráficos.
Vamos enterrando uno a uno
aquellos signos
de una época pasada que se
perderá en la memoria,
como las tablas en las cabezas
de los escolares
sustituidas las cuentas
mentales por otros circuitos.
La mecanización avanza en el
territorio
del habla y la lengua escrita
trazada con rudimentaria
herramienta.
La alta cocina sustituye a la
tradicional,
donde los platos se hacían a
fuego lento,
saboreando en el humo los
sabores
de sus riquísimos
ingredientes.
Suplantadas por generaciones
disciplinadas,
en programas de mecanografías,
frías, uniformadas, simétricas,
avanzan sobre la marcial línea
de la pantalla fría.
Llegó la deixis del lenguaje
marcando la diferencia,
tal vez creando el templo de
una reliquia,
el altar al que se acercarán
los creyentes
con la emoción del que toca
algo virgen
o sagrado.
Serán aquellas que mostraban
la personalidad de quién las
dirigía,
distintiva como el timbre de
una voz,
la huella digital de tu
identidad,
la marca de tu sello, tu
firma,
adiestrada en el tiempo
adquirida la destreza,
es la expresión humana sublime,
la invención del fuego de la
humanidad,
la memoria de su historia y la
fuente
que da de beber al olvido.
Han perdido la gracia,
ser tocadas por la mano
enamorada,
percibir su desnudez,
palpar sus entrañas con los
dedos manchados.
Deseada palabra, fusionada,
cuerpo a cuerpo, sudor y tinta,
alcanzaban el clímax sobre la
cama
del cálido pliego.
Vibraban piel con piel
en espasmódicos impulsos,
exhaustas, caían rendidas
en un punto final.
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